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Volare, oh, no

Hace tiempo que volar ya no es un placer. Es posible que nunca lo fuese, con mi padre fumando un pitillo tras otro en los últimos asientos del avión y mi madre velando por el cumplimiento de la normativa de seguridad vigente, implacable como una monja asustadiza, pero lo de ahora es todavía peor: no hay un solo motivo por el cualquier mortal– nos reconocerá porque somos los que viajamos en clase turista– se atreva a defender las bondades de un vuelo corto, uno mediano o un transoceánico por encima de cualquier otro medio de transporte.

Las compañías de bajo coste y el terrorismo –supongamos que alguien es capaz de distinguir a los unos de los otros– se han encargado de convertir el noble arte de volar en un auténtico infi erno que comienza varios días antes, cuando uno entra en la web de los susodichos muyahidines para comprar un billete. El proceso es largo y pastoso, también desagradable. Para ir de Vigo a Barcelona, por poner un ejemplo, se nos exigen tantos datos e información que uno termina albergando esperanzas de adoptar a un niño catalán por el camino. O a un gato abandonado en las Ramblas, cualquier cosa. Pensándolo bien, puede que la adopción nos salga más cara, pero te llevas menos sorpresas aún cuando el gato resulte ser celiaco: del precio anunciado al estipulado siempre surgen las sorpresas y nuestras tarjetas de crédito, magulladas durante años de llegar a fin de mes con lo puesto, se resienten como los polos de naranja al sol.

El tema no mejora cuando ponemos rumbo al aeropuerto. Los taxis tienen una tarifa estipulada que jamás beneficia el cliente, por lo que sea. Y si vamos con nuestro propio vehículo corremos el riesgo de perderlo para siempre en uno de esos parkings indescifrables, obra de algún arquitecto del infierno con acciones del grupo Volkswagen. Hay relatos terroríficos de personas que perdieron la vida buscando su coche al llegar de las vacaciones y cuyos cuerpos son ocultado bajo papeleras o–  ¿nunca se han preguntado por qué hay tantos?– extintores. De todas formas, no adelantemos acontecimientos: esa será la prueba de fuego fi nal, ahora toca subirse al avión sin perder la paciencia, un bote de colonia o, en el peor de los casos, la dignidad.

Con el paso de los años he aprendido a viajar siempre en chancletas, por lo que pueda pasar

Con el paso de los años he aprendido a viajar siempre en chancletas, por lo que pueda pasar. Yo me acuso: soy uno de esos que no de descalza en público así como así, mucho menos en verano, que es cuando suelo subirme a algún avión para escapar del calor. Y luego está lo de los controles de rayos x, que ya veremos si no termina por provocarnos un cáncer de maleta o algo peor. Además, de manera indiscutible, uno se acerca a los controles de seguridad de un aeropuerto y, automáticamente, comienza a sentirse un criminal. "Me van a pillar", empiezas a pensar. El qué, nadie lo sabe. Pero podría ser cualquier cosa: desde un kilo de cocaína hasta el cadáver de la suegra de Ramses II… Que se lo pregunten a José Luis Rubiales, presidente de la RFEF, si no. El miedo es libre, fluye como un estribillo de Daddy Yankee a las cuatro de la mañana y te atrapa en una espiral de paranoia que, cuando te dan el visto bueno para subir al avión, suspiras como si te hubieses librado de la pena de muerte.

El embarque tampoco es agradable. Siempre aparece un señor, o una señora, gritando aquello de las dos filas. –¡Dos filas, por favor!–, ordenan sin mirarte a los ojos, como si hubiesen aprendido que la clave del éxito reside en deshumanizar al contrario. Así funcionaban las cosas en los campos de concentración, supongo. O en los viejos supermercados de pueblo, cuando la hija de la dueña suspendía siete asignaturas y por fin se habrían al público las dos cajas. –¡Tengan a mano los billetes y la documentación!, por favor!–, tampoco es mala cantinela. Llegados a este punto, yo he visto a gente tocarse tantas partes del cuerpo y con tanto frenesí que terminan por subir al aparato visiblemente relajados y con ganas de volver a fumar: normal.

Que no les engañe la sonrisa inicial de los asistentes de vuelo: son serpientes, lo sé porque conozco a unos cuantos y son las típicas personas a las que podrías confi ar tu vida, o la de tus hijas, pero no pedirles que, por favor, bajen el aire acondicionado. Yo no sé cuál es la ley por la que se rige la temperatura en los aviones pero debe venir heredada de aquellos vuelos que el KGB organizaba para trasladar presos a los gulags, en su caso con buena intención: era mejor que se fueran acostumbrando. En mi caso concreto, y recordando que siempre viajo en chanclas, la hipotermia es una posibilidad que siempre está ahí, acechando, como la asistente de vuelo que me sugiere vasitos de leche caliente a cuatro euros la inyección.

Por último, dios nos libre de caer en el asiento del medio: los temidos B o E, la maldición del emparedado. La última vez me tocó viajar entre un señor que se dormía constantemente sobre mi hombro y una señora que no paraba de hacer todo tipo de tareas: desde depilarse las cejas, a pulirse los callos, o comerse un bote de Pringles tras otro. "El piloto ha aterrizado muy bien", me dijo al llegar a destino, aplaudiendo con entusiasmo. Y yo, que a esas alturas del tormento ya me he entregado a la locura, le contesto: "Estoy de acuerdo. Pero no lo celebremos muy alto, no vayamos a despertar al Sr. Remigio".

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