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La silla de la reina

Pronto se cumpliría un año del fallecimiento del duque de Edimburgo y la nación esperaba intrigada a los fastos para conocer el verdadero estado físico de la monarca

Elevó la cabeza por encima de las mantas, echó un vistazo a la dichosa silla de ruedas y maldijo como una tabernera escocesa en hora punta: por nada del mundo iba a sentar sus reales posaderas en aquel engendro mecánico. "Soy la reina de Inglaterra, por dios bendito", pensó para sus adentros mientras se dejaba caer sobre la almohada y recuperaba un poco el aliento. Todo le costaba un esfuerzo titánico en los últimos meses, incluso moverse sobre el colchón, pero de ningún modo pensaba dejarse arrastrar de aquí para allá en un carrito cromado como si fuese la pieza más cara e inútil de un nuevo juego de té. "Sáqueselo de la cabeza, Young", dijo a su secretario privado mientras se dejaba arropar por las doncellas. "Y borre esa estúpida expresión de su cara. Se parece usted a uno de aquellos perros que tanto le gustaban a Churchill".

La silla de la reina. MX
La silla de la reina. MX

Salió de la habitación con la cara enrojecida de ira y llevándose consigo la silla. Con mucho gusto la habría lanzado por una ventana -a la reina también, pueden apostar, aunque en ese preciso momento solo pensaba en la silla-, pero aquello habría sido motivo de gran escándalo en palacio y las cosas no estaban para añadir un nuevo titular a los tabloides del domingo. Aquellas víboras sifi líticas de la prensa se enteraban de todo, de nada servían las purgas constantes entre el personal, así que aparcó el cachivache en una esquina con muy malos modos y se ajustó el nudo de la corbata aprovechando el reflejo de un espejo milagrosamente colgado de la pared: el príncipe de Gales y su esposa lo esperaban en el saloncito contiguo para saber cómo había ido el primer intento.

"Me temo que no va a ser tarea sencilla, alteza", dijo el pobre Young sin rastro alguno de emoción en la voz. "Su majestad se niega a utilizar la silla en público". Carlos miró a Camilla como si esperase algún tipo de refuerzo moral por su parte, pero la duquesa de Cornualles parecía más ocupada en reconocer el relleno de un pastelillo a medio comer que en encontrar las palabras que templasen el ánimo afectado de su marido. Estaba claro que su madre, la reina, no iba a dar ningún tipo de facilidades, tampoco en aquel asunto tan nimio, tan de andar por palacio, algo que ya no le sorprendía en absoluto a estas alturas de la vida aunque su actitud le siguiera provocando un dolor punzante en la boca del estómago con cada negativa, una reacción física que algunos médicos, al calor de una copa de brandy, llegaron a califi car como ‘madritis’ crónica. "¡Vieja del demonio!", farfulló el príncipe poniéndose de pie y ofreciendo una servilleta a su esposa, que seguía enredada con aquella extraña mahonesa. "Ni siquiera para honrar a padre es capaz de dar su brazo a torcer".

Pronto se cumpliría un año del fallecimiento del duque de Edimburgo y la nación esperaba intrigada a los fastos para conocer el verdadero estado físico de la monarca. Tenía noventa y cinco años, había pasado el coronavirus en fechas recientes y no eran pocos los que se preguntaban a qué esperaba, ahora sí, para abdicar en favor del príncipe de Gales y dejarse morir en paz, sin necesidad de ser paseada de aquí para allá como una reliquia medieval antes de la gran batalla. "¿Acaso no he madurado, Young?", preguntó al secretario privado de su majestad, absorto en esos momentos en la presteza con que Camilla ventilaba aquellos pequeños mini bocadillos. "¿Acaso cree que me voy a morir antes que ella? ¿Qué es lo que se le pasa por la cabeza a esta mujer? Dígamelo", imploró el príncipe. Young, prudente y correcto, como siempre, movió la cabeza a un lado y a otro, bajó la mirada al nivel de las alfombras y contestó sin decir nada muy concreto, absolutamente entregado al arte de no polemizar: "difícil saberlo, alteza. Ya sabe usted cómo es". Aquello desató la carcajada de la duquesa de Cornualles sin que ninguno de los presentes llegase a comprender, del todo, dónde residía la gracia del asunto.

"Su majestad quiere verle, alteza", dijo una de las doncellas. Había entrado en la sala con el sigilo de una serpiente y la abandonó con la agilidad de una mariposa. Carlos se ajustó la chaqueta, echó un vistazo a su peinado en el mismo espejo que había utilizado Young minutos antes, y accedió a los aposentos de su madre llevando consigo la silla de ruedas que el secretario había hecho desaparecer con escaso éxito ni intención. Sin pensar demasiado en lo que estaba haciendo se acercó a la cama, besó a su madre en una mejilla y se sentó en aquel objeto ortopédico que le pareció cómodo, como primera impresión.

"Fíjate", dijo la reina entre intrigada y divertida. "Parece que por fi n hemos encontrado un trono que cederte". Las miradas de ambos se cruzaron durante unos segundos, sostenidas como un pulso generacional que parecía no tener fin hasta que ambos se echaron a reír y las carcajada resonaron por toda la habitación, mezcladas con los ecos antiguos de aquel palacio lleno de fantasmas. "Eres una maldita harpía pero tienes tu gracia, madre", concedió el príncipe. "Eso decía siempre tu padre", respondió ella desviando la mirada hacia la ventana y preguntándose si algún día le permitirían volver a pilotar un helicóptero: era la reina de Inglaterra, por dios bendito, pero todos parecían empeñados en tratarla como a una simple vieja.

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