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Se fue la luz

Siempre me ha llamado poderosamente la atención aquella expresión tan nuestra de "se fue la luz". Cómo seremos de bien pensados los gallegos que se nos queda la vida a oscuras y lo primero que barajamos es la posibilidad del abandono, nunca de la restricción. No buscamos culpables. No nos revolvemos contra la compañía eléctrica de referencia. No pedimos la dimisión del ministro del ramo. Nada de eso. A nosotros nos va más el sentimiento fatalista del "se fue, se fue", como si viviéramos eternamente incrustados en una canción de Laura Pausini (que es una de las peores cosas que a uno le pueden pasar en la vida, por cierto). Aquí no existen las averías. Ni las deficiencias en la red. Nadie te corta el suministro ni te hurta horas de vida por puro capricho o causa de fuerza mayor. La luz se va porque se va, como se fue mi tío Luis al Uruguay sin dar recado ni pedir permiso. Regresó dos años después, también sin avisar, y cuando mi tía le preguntó que de dónde venía, contestó: "¡Del Uruguay, de dónde voy a venir!".

Si usted es de fuera, se estará preguntado qué es eso de la luz. O, por lo menos, que es lo que entendemos nosotros por la luz, pues la palabra es la misma aquí que allí. Hablamos, como debería resultar obvio, de la electricidad. Pocas personas se pasan el día pendientes de un arcón congelador o de una plancha, por poner dos ejemplos prácticos. Lo habitual es percatarse de un corte del suministro gracias a las bombillas, incluidas las de los viejos televisores, de ahí el uso de la parte por el todo. Lo que viene después, es un auténtico clásico de la vida familiar en su máximo esplendor. "Mira a ver si saltó el automático", dice alguien, por lo general el cabeza de familia. En caso de que no ser así, el mandado regresa a la estancia común y confirma la mala nueva sin caer en ningún tipo de alarmismo: "el pitorro está para arriba, se fue la luz". En el caso concreto de mi familia, el apagón suele venir acompañado de alguna sentencia fulminante de mi abuela ("mejor, para lo que hay que ver") o de mi madre, siempre preocupada por planificar el futuro de toda la raza humana ("a ver qué hace ahora todo un pueblo sin poder poner lavadoras").

La luz se va porque se va, como se fue mi tío Luis al Uruguay sin dar recado ni pedir permiso

Les cuento todo esto porque hoy, en pleno siglo XXI, se ha ido la luz en Campelo durante cuatro interminables horas: desde las dos de la tarde hasta las seis. Y también porque ya llevaba un tiempo con ganas de escribir sobre los antiguos empleados de la vieja Fenosa, verdaderos unicornios a los que tuve la suerte de tratar durante mi niñez pues utilizaban el bar de mi abuelo como oficina, obligándonos a estar todo el santo día pendientes del teléfono para apuntar sus recados. "Aquí no está, pruebe en la central de Pontevedra", solía responder el abuelo las escasas veces que no se encontraba presente alguno de los solicitados.

MXEstaba el supervisor de zona, de nombre Pastor, y a su alrededor se organizaban las cuadrillas: unos fenómenos a la hora de improvisar el menú del día. De sus cualidades profesionales no sabría qué decir, supongo que eran competentes a su manera. Pero como cazadores-recolectores no tenían rival. Imaginemos, por ejemplo, que saltaba un aviso de avería en Campañó. Los tipos apuraban el café o la cerveza, dependiendo de la hora, y salían pitando en aquellas furgonetas mal serigrafi adas para ver qué carallo pasaba. Ni una hora tardaban en telefonear al bar preguntando por Pastor. "¿Dos capones, dices?", se sorprendía en perfecto castellano. Y el siguiente paso consistía en fijar una hora de reunión, hacer sus cálculos mentales y pedir a mi abuelo que montase una mesa para diez o doce: a los chavales les habían regalado dos gallos.

Era una escena que se repetía casi todos los días de la semana: dos gallos el lunes, un cabrito el martes, seis conejos el miércoles, un jabalí el jueves… La bondad de la gente con aquellos servidores del suministro eléctrico parecía no tener fin. Con el paso de los años, cosas de la madurez, empecé a barajar la posibilidad del hurto. Los animales, en Galicia, siempre han campado un poco a sus anchas y una cuadrilla experimentada poseía el número de efectivos y las cualidades necesarias para señalar el objetivo, distraer al paisano y cargar el botín en la furgoneta sin dejar ni rastro. De lo demás se ocupaba Pastor, que al terminar de comer solía ajustarse el nudo de la corbata y decir aquello de "¿cuánto se debe aquí?".

Lo que pasó en aquel comedor, se queda en aquel comedor. El verdadero misterio reside en lo que pasaba fuera, en saber de qué manera se iban resolviendo las constantes averías que sufríamos los consumidores en cuanto caían dos gotas de agua o soplaba un poco el viento. "Se fue la luz", decía alguien en su casa. Y automáticamente se activaba aquel extraño protocolo que implicaba llamar a Casa Otilio, preguntar por Pastor, ver aparecer la furgoneta de Fenosa por el horizonte y cerrar las gallinas. "¡Menuda ristra de ladrones!", solía indignarse el tío Luis. "Esto, en el Uruguay, no pasaba". Era entonces cuando mi abuela, por no aguantarlo, se levantaba de aquella extraña mecedora de mimbre y se iba a la cama con un último reproche para mi tía: "¿para esto nos trajeron el alumbrado a Campelo, filla? Que dios te conserve la vista". 

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