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Quita de ahí

Uno nunca sabe qué es mejor: si no saber nada de nada o si saber un poco de todo

Pocas frases nos definen mejor como sociedad que el famoso "quita de ahí, que no tienes ni puta idea". Así se descubrió América, por ejemplo, y así destrozó mi buen amigo Juan Carlos un calentador de agua la semana pasada: despreciando todas las acreditaciones presentadas por el técnico en cuestión, y desatornillando demasiadas piezas cuando este ya había desaparecido por la puerta con diez tristes euros en el bolsillo por los gastos de desplazamiento. "Lo vas a escarallar aún más, tronco", le dije en cuanto lo vi aparecer con su propia caja de herramientas en la mano, los ojos inyectados en sangre y el diccionario aplastado entre tanta blasfemia. "Calla la boca, subnormal", me contestó apartándome con el brazo. "Tú no eres un hombre ni eres nada, quita de ahí". Ni que decir tiene que este menos que nada lleva toda la semana duchándose con agua caliente mientras que a él, pobre jugador, se le empiezan a formar carámbanos en las legañas.

Somos una raza de echados para adelante, de eso no hay duda: no existe un reto lo bastante imposible como para achantarnos, ni oficio que no podamos desempeñar con mejores prestaciones que el más cualificado de los profesionales. Lo vemos cada semana en el fútbol, sin ir más lejos, donde ni el árbitro, ni el entrenador, ni los masajistas, ni por supuesto los jugadores, tienen nada que hacer a nuestro lado. "¡Burro!", solía gritar mi vecino Manolo al colegiado de turno en cuanto lo veía aparecer por el túnel de vestuarios dispuesto a estirar los músculos antes de impartir justicia. Poco importaba si anulaba un gol dudoso a los visitantes o si señalaba cuatro penaltis a favor de corriente… Manolo había dictado sentencia y Manolo, al menos para los habituales del fondo norte, era la voz del pueblo. "Como saques una tarjeta más bajo ahí y te reviento", le espetó en cierta ocasión a uno que -luego supimos- era de Cangas. Aquello ofendió muchísimo al trencilla que, con un salto formidable, alcanzó la grada y le soltó dos bofetadas demoledoras a Manolo, una del derecho y otra del revés, tan académicas que aún hoy se habla de ellas en los bares como uno de los grandes momentos de la dulce ciencia. Cómo no, el árbitro se había empeñado en demostrar que podía ser mejor ultra que nosotros.

iLUSTRACIÓNEsta actitud, que antiguamente quedaba circunscrita al ámbito familiar o al relato posterior de las mejores anécdotas, se ha convertido hoy en una tendencia gracias al auge de las redes sociales. Suerte tuvo Picasso de que no existieran Facebook, ni Twitter, cuando pintó el Gernika. La mitad del personal lo habría confundido con un personaje de Pokémon y la otra mitad lo hubiera increpado por no utilizar una paleta de colores diferente, por haberle dibujado al toro un ojo más grande que el otro y hasta por el tamaño del lienzo: "¡Eso no entra en ningún salón, figura!", le habría afeado cualquier usuario con media docena de seguidores y la Tarjeta Oro del Leroy Merlin. Pero tampoco hace falta ser un genio para que los demás te enmienden la plana. A menudo nos pasa incluso a los más mediocres de cada disciplina. "¡Hasta mi prima escribe mejor que tú, imbécil!", me dijo en cierta ocasión una/uno que se presentaba ante el gran público con una foto de Elvira Lindo en el avatar, doblemente inspirado y, por supuesto, ofensivo: la verdad, aquello daba que pensar.

"¡Burro!", solía gritar mi vecino Manolo al colegiado de turno en cuanto lo veía aparecer por el túnel de vestuarios

Desconozco si esta evolución de los jubilados criticando a los operarios del ayuntamiento que rellenan un bache tiene nombre. Yo lo llamo maquinismo que, como se pueden imaginar, es el arte de hacerse el máquina y ponerse el oficio del otro por montera. El que nunca hizo tal cosa fue Rafael El Gallo, torero de leyenda al que, en cierta ocasión, quiso saludar Don José Ortega y Gasset en un hotel de Madrid. Alguien se ocupó de las preceptivas presentaciones y tras despedirse, el Gallo se dirigió a su séquito para preguntar a qué se dedicaba aquel "gachó" con pinta de haber estudiado. "Es filósofo, maestro", le dijeron. "¿Filo qué?", se extrañó el torero. Fue entonces cuando uno de sus acompañantes se puso a explicar que el filósofo era una persona dedicada a analizar el pensamiento de los hombres, incluso a escribir doctrinas sobre el comportamiento de estos, a lo que El Gallo respondió: "Desde luego, hay gente pa tó".

Uno nunca sabe qué es mejor: si no saber nada de nada o si saber un poco de todo, como le pasa a mi amigo Juan Carlos. De niños, recuerdo, fabricaba los mejores tirachinas del pueblo, sus propios trompos, los aviones de papel con más autonomía de vuelo que el ser humano haya conocido jamás, las trampas de grillos más infalibles y económicas… Así se fue labrando esa imagen suya de hombre para todo, de manitas universal, afianzada tras dejar los estudios y dedicarse a no menos de diez o doce oficios diferentes, todos ellos abandonados cuando, según él, ya no tenía mucho más que aprender. Ayer lo llamé y le pregunté por el dichoso calentador, a ver si le arrancaba una pequeña confesión de derrota o un ramalazo de humanidad. "Estamos a treinta grados, subnormal", contestó sin perder del todo la compostura. "¿Quién necesita agua caliente con este tiempo? Igual tú, que no eres un hombre ni eres nada".

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