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Pedrito II de España

CABELEIRA

A Pedro, un señor al que he conocido esta tarde a través de las redes sociales, no le gusta que el Concello de Baiona utilice el gallego para anunciar los eventos programados durante el verano. Afirma Pedro, muy serio, que tal cosa vulnera el derecho a la información de los españoles pues, además de gente como él, abundan en la villa atlántica los turistas que no dominan el idioma propio de Galicia y, claro, podrían confundir el "mércores" con el viernes, o el "luns" con el martes… Un cacao que, según Pedro, se solucionaría si los creadores de dicho cartel hubiesen optado por el castellano. O mejor dicho, por el español, no vayamos a introducir matices que en nada ayudan a centrar el debate.

Curiosamente, Pedro es gallego y disque escritor. Colabora con un conocido medio de comunicación estatal e incluso titula algunos de sus artículos en latín, prueba más o menos concluyente de que sus padres le dieron una buena educación académica, lo que vendría a ahondar en la idea de que Pedro es un auténtico fullero, un señorito con ganas de mambo que ha encontrado en los usos y desusos de los idiomas el campo de acción perfecto para hacerse notar, para medrar socialmente, para ganarse el aplauso de quienes insisten en borrar del mapa un idioma concreto por las razones que sean: bien jugado, Pedro; eres un monstruo, un artista, un fenómeno, un máquina.

Cada verano, con la llegada de las altas temperaturas y los visitantes, aparecen en nuestras vidas un grupo de gente que, como Pedro, dedica las vacaciones a señalar con el dedo el supremacismo lingüístico de otros gallegos. No son muchos, cuidado, pero sí ruidosos. El lunes montan una mesa en el paseo marítimo de Silgar para pedir firmas en favor del idioma castellano; el martes fotografían un cartel de "saída" en un hospital o en una autopista; los miércoles protestan porque Allariz no tiene una plaza de toros; los jueves beben "vino del Ribero" … Hay que reconocerles el mérito -eso siempre- de organizar la mar de bien su semana y ofrecer una cierta variedad al respetable, que tampoco es cuestión de aburrir a las ovejas con la misma cantinela un día sí y otro también. Durante el invierno cubren el expediente denunciando que el presidente de la Xunta de Galicia es un nacionalista peligroso por el mero hecho de dirigirse a los gallegos en el idioma propio de Galicia, pero en verano no se ahorran ningún esfuerzo: bajan al barro, al chiringuito, a la playa… Y luchan a brazo partido por una España más justa, por un mundo mejor. Así pues, benditos sean ellos y quienes briosamente los saludan.

Ni los del pueblo se asustan por hablar castellano a los de fuera ni estos se echan las manos a la cabeza porque el paisano de turno los salude con un cariñoso "bos días"

"¿Qué carallo le pasa a la gente como Pedro?", se preguntará usted con toda la razón del mundo, querido lector. Es difícil saberlo. Sin medios técnicos a nuestro alcance -un escáner, una aspiradora, el test de Cooper- estamos a merced de las primeras impresiones, de esa intuición que, como los pimientos de Padrón, a veces nos funciona y a veces non. En realidad, y si se fían un poco de mí, sospecho que se trata de un movimiento social nada aleatorio, la punta del iceberg de un nacionalismo excluyente que insiste en enfrentarnos de cualquier manera posible, reduciéndolo todo al nivel óptimo de españolidad: ellos son los buenos españoles, nosotros no. ¿No se lo cree? Vayamos, entonces con una pequeña píldora a modo de ejemplo.

Hace unas semanas, en Sevilla, se cruzaron unos chavales que venían de ver el partido de la Selección Española con otros que se dirigían al desfile del orgullo gay. Unos portaban banderas de España, lógicamente, y los otros -también lógicamente- paños arcoíris. "Gays contra españoles", se tituló aquel encuentro casual en varios medios de comunicación. Y aquí paz y después gloria. ¿Acaso no eran españoles los chavales que celebraban su identidad sexual sin molestar a nadie en las inmediaciones de La Cartuja? Pues probablemente sí pero, oiga: que la realidad no nos arruine un buen titular ni la posibilidad de remarcar la españolidad de quién porta la enseña nacional como complemento textil frente al que no. Y esto, que puede parecer una chuminada, se repite con demasiada frecuencia sin que nadie parezca dispuesto a ponerle coto, motivo por el cual, la gente como Pedro se siente cada día más fuerte, cada día más linda, cada día mejor y mejor.

A los habitantes de Baiona, incluso a la gran mayoría de los turistas que la visitan, les importa bien poco que los carteles de las fiestas estén escritos en gallego: son gente normal, que entiende los idiomas como una herramienta para comunicarse, y no tiene mayor problema en en tender el significado de la palabra "concerto", en lugar de concierto. Conviven a las mil maravillas, unos y otros. Ni los del pueblo se asustan por hablar castellano a los de fuera ni estos se echan las manos a la cabeza porque el paisano de turno los salude con un cariñoso "bos días". Solo Pedro, y cuatro como él, consideran un problema la riqueza idiomática aunque el sumun de la ideología liberal niegue tajantemente este principio, recuerden: no existen los problemas, solo las posibilidades. ¿Será por esto por lo que los buscan incluso donde no los hay? ¿acaso pretenden sacar partido de la oportunidad que se les presenta? Pues, probablemente, sí. A fin de cuentas, de algo tendrá que vivir esta buena gente que se siente más española que los demás por el mero hecho de reducir su cultura a la mínima expresión, comenzando por Pedrito II de España: nuestro jovial campeador en chanclas.