Blog | Ciudad de Dios

Muerte entre manzanas

CLAUDIO, EL VIEJO, era un matarife de los que ya no quedaban cuando el oficio se fue al carajo por esas cosas de la evolución y la legislación vigente. Algún burócrata que no había visto un cerdo en su vida decidió que era menos estresante para el animal —y más higiénico para las personas— sacarlo de su entorno habitual, montarlo en un transporte metálico, llevarlo a un matadero industrial y dispararle un clavo en el cráneo con una pistola neumática. A Claudio, el viejo, le bastaba con dos o tres piezas de fruta, un cubo limpio para la primera sangre y el silencio de aquellas tardes que anunciaban el final del verano para despachar al animal con tanta camaradería que daban ganas de llorar.

CapturaA casa, antes que él, vinieron otros para ocuparse del trabajo sucio. Recuerdo a un tipo enorme de Lourido, muy moreno y mal encarado, que solicitaba no menos de cuatro ayudantes para extender el pasaporte. Entre gritos escalofriantes del cocho, el fulano se ponía a dar órdenes como un mal torero, sin ton ni son, hasta que los otros lograban acorralar a su presa, pasarle un lazo por debajo de las axilas delanteras, subirlo al banco de madera y mantenerlo en posición mientas él asestaba la cuchillada de gracia. Bueno, de gracia… El caso es que nunca acertaba a la primera y aquello se convertía en un aquelarre de berridos y reproches que mi cerebro infantil no lograba poner del todo en contexto. Por un lado estaba los berridos del cerdo, que protestaba por lo evidente. Por otro, los del morocho aquel que se iba poniendo más nervioso y faltón con cada error de cálculo. Y por último estaba mi bisabuela Elvira, que no paraba de insultarlo porque se perdía demasiada sangre en el proceso.

"Eu a esta casa xa non veño máis, Pepiño", le dijo a mi padre la última vez que lo vi: nadie lo diría pero resultó que tenía más palabra que puntería. "Que o mate esa vella, que tanto sabe". Y mientras se alejaba con la cabeza gacha y los zapatos encharcados, dejando huellas rojas y perfectas a su paso, los cuatro que antes acorralaban al bicho se ocupaban ahora de contener a un señora mayor vestida de luto y con solo tres dientes que gritaba "¡A quen mataba se me deixaran era a ti, lambón!". Así, y no de otra manera, fue como empezó el viejo Claudio a ocuparse de la matanza.

Lo conocía de lo mismo que a los demás viejos del pueblo: de venir por la taberna de mi abuelo a tomarse un chato, o una taza. Era un tipo con la piel tostada, de los que trabajaban el mar y el campo a turnos de media vida, con las manos llenas de callos y unas venas de color tinto. No hablaba mucho pero hablaba bien, con esa calma de los que saben que Roma no se conquistó en un día y que tampoco era Roma para tanto. El día que vino a matar al cerdo por primera vez se me acercó, me despeinó sin mucho tiento y me preguntó si sabía dónde había manzanas. Aquello, por lo que sea, me tranquilizó bastante, y al rato volví con tres o cuatro metidas en el dobladillo de la camisa. "Ahora todos calados, ¿estamos?", dijo metiéndoselas en el bolsillo. Entró en la cochinera, cerró la puerta tras de si y lo único que oímos, al cabo de unos minutos, fue un quejido sordo del animal, que apenas se enteró de lo que estaba pasando antes de pasar a peor vida. ¿Recuerdan aquella viñeta de Castelao? Un cerdo tumbado en un colchón de paja se pone hasta las trancas de comida mientras el burro, con el arnés de arar colgado del cuello, lo mira desde un rincón diciendo: "Non era mala vida se durara".

Me acordé del viejo Claudio el otro día, viendo un partido de tenis. De repente reparé en que ya no existe la figura del juez de red, aquel tipo agachado junto a la susodicha que apoyaba sus dedos sobre el borde de la cinta para notar cualquier vibración y poner de los nervios a Joe McEnroe. Así, a lo tonto, el mundo ha ido perdiendo oficios que parecían instalados entre nosotros para siempre, al menos para aquellos que ya tenemos una edad. Las lecheras ya no pasan cada mañana con sus cántaros. El aguardientero ya no visita las casas para convertir el bagazo de las uvas en oro. El afilador sí que sigue viniendo, pero ni siquiera sabe tocar la zampoña: se limita a conectar un USB a un pequeño altavoz. En los muelles apenas encontramos rederas y en los barcos —así lo atestiguan sus patrones— ya no quedan marineros aunque lleven la tripulación completa. Los últimos fareros de nuestras costas apenas se reconocen a ellos mismos en los espejos y hasta los escritores de verdad van quedando relegados por gente como yo, imitadores de una estirpe que nos rajarían la cara con una pluma estilográfica si no tuviesen la vida resuelta.

"¿Ti sabes que algún día non estaremos os vellos?", me dijo Claudio en otra ocasión, ya ni recuerdo a cuenta de qué. Murió hace unos años, rodeado de los suyos y de toda la gente que lo respetaba por lo que era: un señor matarife, un hombre que no se cuestionaba por las implicaciones morales de su oficio sino por la normalidad de hacer bien las cosas. Desde mi casa le mandaron un ramo de flores al tanatorio, creo, pero lo que a mí me habría gustado de verdad habría sido llevarle manzanas.