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Menos a repartir

Mi padre tenía una gamela, una barca de madera con sus remos, sus toletes, y mi nombre grabado en uno de los costados con caligrafía bastante prodigiosa, para ser trazada a pincel. Rafita, la llamó, que es una manera más o menos práctica de no olvidar, jamás, los nombres de tu hijo y de tu hija. Le duró poco la aventura porque a mi madre, después de nacer un servidor -no la gamela, claro- le pareció mala vida aquello de dormir sola por las noches, pensando dónde andaría su marido y en si la mar picada, o cualquiera de los peligros que encierra la ría cuando se tiñe de negro, la podrían dejar viuda y con un niño pequeño al cargo. Entonces apareció el señor Vidal, que era un viejo amigo de la familia: le ofreció un puesto como repartidor en su distribuidora de vinos, aceptó papá, y allí se quedó Rafi ta, su niña de madera, varada en la playa de la Ostreira para que el mar le fuese borrando los apellidos. 

CabeleiraLa vi por última vez hará unos quince o veinte años, tantos que todavía me recuerdo fi no como un espadín y feliz de enredar con los amigos las tardes enteras de verano. Ya no era una barca, apenas un amasijo de tablones medio podridos que conservaban una cierta forma por una sencilla razón: el mar nunca te destruye del todo, se conforma con devorar tu corazón y arruinarte el peinado.

Es lo que me pasa a mí cuando me doy un chapuzón. O cuando me los daba, más bien. Siempre envidié a esas personas que se zambullen en el mar y salen tan favorecidos que podrían grabar anuncios para Calvin Klein. O enamorar a Gianni Versace, si este no estuviera muerto y Campelo fuese Miami Beach, con su Casa Casuarina y demás excesos. La vida es así de injusta, supongo. Yo, que recién salido de casa llego a tener un pase -bien peinado y cuidando al detalle las combinaciones de camiseta, bañador y chancletas- me introducía en el mar y salía que parecía un salabardo, a veces con algún pequeño pez enredado en el pelo, riéndoseme en la cara.

Por alguna razón que se me escapa, a la gente le encantaba recordarme que mi hermana de madera había sido abandonada por mis padres en la playa, supongo que por aquello de bajarnos los humos y recordarle al mundo entero que nadie es mejor que nadie, que cada familia esconde sus propias miserias y algún que otro misterio. Todo aquello lo vivía yo con una mezcla de satisfacción y pena, no sé: es difícil de explicar. Por una parte me hacía sentir especial saberme el elegido, el favorito, el niño al que sus padres prefi eren mandar al colegio y ponerle un plato de comida todos los días sobre la mesa en lugar de abandonarlo en un arenal. ¿Se imaginan la historia al revés? ¿la barca en casa, bien pintada, con sus barnices al día y apoyada en el balcón, mientras a mí me comían los cangrejos sin haber aprendido siquiera a nadar? Pero también sentía un punto de lástima, como decía, porque la vida de un marinero es mucho más emocionante que la de un chófer de furgonetas y los hijos, sobre todo en los primeros años, valoramos a nuestros padres en función de la emoción que nos inspiran sus oficios. 

Los hijos de policía. O de militar. O de cura, incluso… Tenían una historia que contar. Los otros niños querían saber de ellos, ir a sus casas, tocar con sus propias manos un arma de fuego o una estola de Pentecostés. Los que tenían a sus padres en la emigración -en Suiza, en Bélgica, en Alemania- se plantaban cada cuatro o cinco meses con la cara ungida en chocolate y un reloj nuevo en la muñeca, que menos daba una piedra en un pueblo donde todo se aprovecha, también las horas. Y luego estaban los hijos de los bacaladeros quienes, sin poner un pie en un barco, ya poseían la dureza, la fuerza y la barba emblemática de todo un lobo de mar. Yo he conocido niños barbudos ya en los primeros años de la EGB, me lo pueden creer, y todos ellos tenían a sus padres remontando olas en Terranova, siete u ocho meses de infi erno glaciar en los que el puerto de Saint John les debía parecer el puto Benidorm. Por eso era importante para mí ser hijo de un marinero, aunque fuese de bajura, casi un mariscador. El peligro existía, era real, y yo siempre sospeché que algún día me sentarían bien la barba y algún que otro callo en las manos como parte de una suculenta herencia.

Por alguna razón que se me escapa, a la gente le encantaba recordarme que mi hermana de madera había sido abandonada por mis padres en la playa

Recuerdo la única vez que salimos a navegar toda la familia junta, incluida la pequeña. Había venido de visita mi madrina, la tía Lola, y ya me contarán qué mejor plan se le puede proponer a un viuda de Lugo que subirla en una gamela, comprar unas empanadas, y salir a recorrer la costa con mi padre remando como Ben-Hur y mi madre poniendo mala cara por no poder montar su clásico numerito de "vas muy rápido; por ese carril, no, por el otro; pon los intermitentes; ¡ay, cuidado con ese!; apaga ese pitillo que vas a matar al niño" … Qué felices éramos sin saberlo. Y que rápido te arrebata la vida lo que más quieres. A mí, casi sin pretenderlo, me quitó a una hermana de madera; una gamelita de colores rojiblancos y cuerpo de bodegón con la que podría haber hecho la comunión, defenderla en peleas de patio y fumar pitillos a escondidas en las bodas aunque, por otro lado, y como siempre dice mi abuela sobre mi condición de hijo único: "bueno, carallo bueno… Menos xente a repartir".

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