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El mejor verano de mi vida

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Olviden todo lo dicho en estas mismas páginas sobre la playa: en realidad, no está tan mal. Ayer, después de cinco años sin pisar un arenal por principios, sucumbí a la insistencia de unos amigos y me planté allí con mis piernas traslúcidas, un bañador rescatado de los confines de los tiempos y un bolso de mano de Viajes Rascado. "¿Vienes a vendernos relojes falsos?", me dijo uno de ellos señalando tan intempestivo complemento. Fue la antesala perfecta de lo que estaba por venir.

sobre mx 2A las diez de la mañana me levanté de la cama dispuesto a tumbarme en el sofá. La vida se compone de rutinas y las mías van de un lado a otro de la casa, siempre buscando el confort de la horizontalidad, especialmente en verano. Me tomé un yogurt, encendí la televisión, repasé toda la programación cuatro o cinco veces y volví a la cama: no encontraba mi sitio. "Baja, que estamos en la playa", apareció un mensaje en la pantalla de mi teléfono. Cualquier otro día lo habría ventilado con un emoticono de la momia, o algo por el estilo, pero ayer no era un día como otro cualquiera así que me lo quedé mirando unos minutos, lancé el teléfono al montón de la ropa sucia, me cubrí la cabeza con la almohada y traté de olvidarlo. Los amigos también están para esto, supongo: para instalar en tu cabeza posibilidades nunca contempladas hasta que aparece el momento justo, cuando la debilidad de espíritu y el aburrimiento hacen su magia en tu cerebro.

No fue tarea sencilla encontrar bañador. Sé dónde guardo los cinturones, las toallas de mano, los lápices de colores y mi vieja calculadora pero a los bañadores les perdí el rastro hace tanto tiempo que quizá los tuviese delante y ni siquiera hubiese sabido verlos. "Estos deben ser", pensé echando mano a dos prendas imposibles: una rosa con estampado de piñas y otra de sobrio azul marino, como si en algún momento de mi truculenta existencia hubiese planeado convertirme en guardiamarina. Me probé el rosa, tratando de recordar la motivación que me llevó a comprarlo, y terminé optando por el más oscuro que, según los expertos en la materia, estilizan todo tipo de piernas. Sin apenas darme cuenta, estaba metiendo cremas y ungüentos en una maletita que encontré en un rincón de la cocina, avisando a mis padres de que no me esperasen para comer y pidiendo un taxi para bajar a la playa: "ver para creer, Rafael", exclamó mi vecina, Trini, sacando la cabeza la ventana.

El calor era infernal y el viento del norte auguraba unas aguas de las que cortan el aliento y reducen la masculinidad al nivel de un bebé de ardilla. La arena quemaba en los pies, el sol me cegaba los ojos, la piel ardía como si por debajo de ella circulase el vinagre a grifo abierto, y mis amigos se entretenían analizando todas las posibilidades de vacile que servidor les había puesto en bandeja. «Pareces un vampiro inglés de los años cincuenta», dijo uno de ellos señalando una zona indeterminada entre mis rodillas y mis pies. Lo cierto es que no se podía negar aquel brillo extraño que desprendían mis piernas, tan evidente que los pájaros dejaron de volar sobre los bañistas para protegerse en un bosque cercano.

Tras embadurnarme en protectores solares de todo tipo, me tumbé en la toalla y observé al respetable tratando de confirmar mis peores temores. Los niños, por ejemplo. Gritan como diablos y no dan un segundo de tregua a todo aquel que se instale en doscientos metros a su redonda. Y los padres no suelen ser mejores. Por un principio de autoridad mal entendido, terminan gritando más que los hijos y la playa, tan silenciosa en invierno, se acaba convirtiendo en un manicomio que ríete tú del palacio presidencial de Kabul tras la llegada de los talibanes. «Vamos a bañarnos, ¿vienes?», dijo otro de mis estúpidos colegas. Ni ganas tenía de abandonar mi pequeño refugio pero aquello había que verlo: fue ahí cuando comencé a perder el control de mi propio agobio y me lancé a disfrutar.

Terminé zambulléndome como un torpedo dentro del agua, todavía poseedor de aquel estilo que me dio cierta fama en el muelle de Campelo cuando Ramón García todavía era un pipiolo recién aterrizado en la televisión. Y nadé, vaya si nadé. A partir de ahí, todo fue coser y cantar. Refrescado por el agua, regresé a la toalla de mejor humor y entré en un bucle de agua-sol-cerveza que le fue comiendo horas al reloj hasta dar las ocho de la tarde. Aparentemente, no me había quemado. Los niños dejaron de molestar sin apenas darme cuenta y las risas con los amigos me sacaron de una rutina que me había llevado a googlear páginas de cuerdas y nudos en algunas páginas tailandesas muy poco recomendables. "¿Mañana a la misma hora?", propuso otro de ellos aprovechando aquella euforia vespertina. Dije que sí y aquí estoy: tumbado en la cama después de arrojar el teléfono al montón de la ropa sucia. Mi madre ha prometido preparar albóndigas, entra la luz justa por la ventana y acabo de recordar lo mucho que me gusta este reality de novias gordas apurando los tiempos para entrar en el vestido de sus sueños: después de lo de ayer, y habiendo recuperado el control de mis actos, creo que este está siendo el mejor verano de mi vida.

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