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Mañana

Blod de Rafa Cabeleira
photo_camera Blod de Rafa Cabeleira

HA LLEGADO la lluvia, que en Galicia es recordatorio de que en la vida siempre hay un momento para dejarse mangonear por los elementos. Cualquiera puede hacer sus planes sin mirar por la ventana, imaginar pasatiempos o entregarse al remolino de los recados, pero la lluvia tiene la virtud de cambiar todo aquello que no le concierne por el simple placer de poder hacerlo, como los reyes de antaño, o los tutores legales. Luchar contra ella, tratar de doblegarla, es una opción nada desdeñable, perfectamente respetable, pero yo casi que prefiero seguirle la corriente y adaptar mis hábitos a la nada, que es la postura natural del bien agradecido cuando el cielo se oscurece y lloran las horas.

Mi bisabuela Elvira entendía a la lluvia como nadie. La sentía en los huesos mucho antes de que hiciese aparición y sabía aprovechar las pausas que el agua aconseja a las gentes del mar y el campo. El chocolate formaba parte importante de su ritual, un capricho que no casaba con el verano. Tampoco con los días en los que el frío cortaba los labios sin descargar ni una gota. El chocolate -con agua o con leche, a gusto del consumidor- era cosa de esos días lluviosos en los que era necesario crear una atmósfera hogareña que pusiese el contrapunto justo al diluvio. "Pobres galiñas", le gustaba decir mientras revolvía un par de pastillas de negro cacao en el cacharro correspondiente, moviendo el culo como su estuviese en La Habana, Campeche o Maracaibo. Cantaba estrofi llas de Machín y de la Piquer, probaba el brebaje con el dedo y me guiñaba el ojo con aquella boca suya vacía de dientes.

Sus hijas, más impulsivas, insistían en mirar por la ventana tratando de adivinar un claro que nunca llegaba. Pensaban en bajar a por pescado. O al colmado, a por pimentón. Les preocupaba la última remesa de nabizas o las goteras de un hórreo que el bisabuelo Francisco fue levantando con restos de obras difuntas y mucha imaginación. Odiaban a los gatos que se paseaban arriba y abajo por la fi nca como si la casa fuese suya, así que se acercaban una y otra vez a la ventana para, como digo, armarse de razones para entregarse al paso del día. "Que pena non saber vivir", les decía la vieja sin ningún rastro de piedad, que para eso las había parido y, por lo visto, mal educado. "A choiva e cousa de Dios para pararnos os pes". Y para cargarse de razones y apuntalar sus argumentos, le soltaba una gotita de caña al chocolate pues, como todo el mundo sabe, la caña de casa no emborracha: enriquece.

La cocina de hierro te coloreaba las mejillas y el ruido de la madera al quemarse se encargaba de la música que todo escena idílica necesita. ¿Colegio? Nadie va al colegio cuando llueve. "Solo los burros", decía ella, que se sacaba una baraja de algún bolsillo y comenzaba a dar cartas mojándose el dedo en la lengua. "Te voy a enseñar a hacer trampas, que eso en el colegio no os lo enseñan», protestaba. Y también me enseñaba a coser botones, a fabricar ristras de ajos, de cebollas o de pimientos, a dar el cambio de billetes grandes y a desfilar como una modelo francesa. "Esto lo vi una vez en el cine, la única que tu abuelo me llevó a ver una de amor», se confesaba. Me hablaba en castellano, el único en el mundo al que le hacía tal concesión porque, en sus años de juventud, le inculcaron que el gallego no era idioma de fortuna ni de progreso.

Don Pepe, el vecino de al lado, se acercaba a visitarnos atravesando las riadas que se formaban bajo de las viñas, ataviado con ropa de aguas, su vieja boina y un pitillo en la boca que no se acababa nunca. Tampoco se mojaba, no sé por qué. "¿Tedes de todo, estades ben?", preguntaba acercándose a la ventana. Y la abuela lo hacía entrar, le servía un vasito de vino, o de caña, y le repartía cartas para convertir la partida en un asunto mucho más serio. "Traerías cartos", le espetaba la vieja. Y él se sacaba la cartera del bolsillo de atrás, la estampaba contra la mesa y se cambiaba el pitillo de lado sin tocarlo, apenas con un golpe de lengua, que son esas cosas que los viejos de antes improvisaban sin darse importancia. Le gustaba venir a casa los días de lluvia, supongo, del mismo modo que a mi abuela y mi tía les tiraba irse a casa de Don Pepe para lamentarse con Doña Julia por el mal tiempo y la poca salud de ambas.

Esta mañana, con la lluvia arreciando fuera y el recuerdo de la bisabuela Elvira enganchado de las legañas, me he puesto a escribir esta página porque quien paga ordena y obligaciones mandan, aún traicionando todos los principios que aquellos viejos me enseñaron. "La lluvia no es tiempo para trabajos", insistía Don Pepe. Nunca leyó un periódico ni imaginó la tiranía que representarían internet y los ordenadores. Le gustaba atarse los pantalones con un cordón y tirarle besos a la abuela por la ventana cuando regresaba a su casa. "Adiós, morena", se despedía. "Adiós, capitán", contestaba ella. Mañana sería otro día.

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