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Gazpacho, la gran mentira

OCURRIÓ durante un festival de rock, hace algunos años. Aquella primera noche de jarana causó estragos en todos los organismos vivos en varios kilómetros a la redonda y el calor, asfixiante, no ayudaba a nuestra firme intención de sobrevivir. Dormir en una tienda de campaña, con el sol abusando de su condición aristocrática desde el amanecer, es una tortura que la CIA ya aplicaba en sus bases ultrasecretas cuando Ronald Reagan declaró la guerra a las drogas y sus responsables no quisieron darse por enterados: eso lo respeto. El caso es que, a falta de sueño, bueno es comer, así que nos fuimos unos cuantos al supermercado más cercano en busca de energía para seguir rocanroleando como bestias sin necesidad de recurrir al mercado negro.

"Para recuperar fuerzas y refrescarse no hay nada como el gazpacho", dije yo agarrando uno de esos briks decorados con fotos de vegetales fresquísimos que se acumulan en las neveras industriales como oasis comestibles a precios módicos. No lo había probado en mi vida, pero sí oído cantar sus alabanzas. Los andaluces y los castellanos lo llevan consumiendo de desde ya ni se sabe y con la llegada del verano, como una canción pegadiza, las redes sociales se llenan de fotos con el rojo mejunje como virtuoso protagonista. Lo dicho: en una situación como aquella, nada como un buen gazpacho para sobrevivir otro día. ¿Por qué desconfiar de la palabra de un millón de desconocidos? Un millón de palabras es aval suficiente en casi cualquier situación, cuánto más en un momento donde mis amigos no abrían la boca por pura escasez de saliva.

Gazpacho bo
MARUXA

Pablo, que me conocía como a la palma de su mano, se echó a reír. No dijo ni mu, pero se echó a reír. En cualquier otro momento me habría parado a pensar sobre lo que estaba pasando, pero resultó que entonces me cría el tío más listo sobre la faz de la tierra y aquella risa suya me pareció un desafío. «¿Y tú de qué te ríes, imbécil? ¿acaso lo has probado, melón?», protesté. Él se metió una barra de pan bajo el brazo, agarró un fuet, una cuña de queso del país, y se marchó sin contestar ni dejar de reír: a los mejores amigos los reconoce uno porque se les puede faltar al respeto sin que nada les moleste. También porque son los únicos que te dejan estirarte en las vías del tren y se quedan a mirar cómo te arrolla el convoy.

Llegamos al camping con ganas de sentarnos y amortizar la incursión en la civilización. Mientras los demás improvisaban bocadillos y abrían cervezas —idiotas, nunca me escuchan— yo me acomodé en mi silla de playa, saqué los dos cartones de gazpacho y me dispuse a darles una lección que no olvidarían jamás. "Castellanos de Castilla, mirade ben aos galegos", pensé. Tantos años de aquí para allá sin que nos penetre la información, sin adaptar nuestras costumbres, sin aprender nada de todo lo bueno que tienen los demás. Abrí el bote, le pegué un buen trago y, en menos de dos segundos, ya estaba vomitando como un adolescente en una bolsa de plástico que Pablo, en su infinita sabiduría, tenía preparada de antemano. Toda una vida viéndolo reír y aun hoy creo que nunca rio tanto.

El gazpacho, que me perdonen sus fieles más entregados, es un asco, una mezcla de comida y bebida que no cumple los requisitos de una cosa ni de la otra. El sabor es desagradable, casi enfermizo, con esa mezcla de pepino, tomate, vinagre y a saber cuántas cosas más, elementos frescos que, por separado, resultan ser una delicia. Es como mezclar el alcohol con un Aston Martin: no puede salir nada bueno de ahí por más que algún descerebrado te diga que sí, que él controla. Hace pocos días, por esas cosas de la madurez y las segundas oportunidades, me decidí a pedirlo en un restaurante de postín. "¿Está rico el gazpacho?", le pregunté al camarero. "Delicioso, caballero. Se lo recomiendo", me respondió. Encarecidamente… Se mascaba la tragedia.

Fue una suerte que el comedor estuviese medio vacío y que las mesas estuviesen decoradas con unos centros florales que se brotaban de unas generosas vasijas de barro. Escupí el primer sorbo como quien acaba de ingerir hormigas. A partir de ahí localicé la posición del personal y, poco a poco, sin prisa pero sin pausa, fui depositando aquella sopa fría en la vasija mientras mis acompañantes disfrutaban sus mollejas a la plancha entre risotadas de vikingos.  "Ojalá os revienten las arterias", pensé. Y en seguida caí en una de las peores características que —esto nadie te lo dice, solo yo— definen al famoso y dichoso gazpacho: te vuelve una persona rencorosa.

Esta semana, todavía molesto por una nueva derrota y con el vil recuerdo de su espeso sabor en el paladar, me puse farruco en Twitter y escribí algo así como: "Gazpacho, la gran mentira". Tampoco diría que se lio la mundial, pero enseguida comenzaron a brotar como setas los comentarios de toda esa gente que entiende el gazpacho como una religión: si se ponen así por una sopa fría, no es difícil comprender lo lejos que se han llevado algunas creencias sobre los dioses verdaderos y sus designios. "Piensa bien lo que dices si no quieres terminar en una zanja", me advirtió un desconocido con varias banderitas en su perfil. Y le hice caso, vaya si no. Me recosté sobre la cama, cerré los ojos y, tras varios minutos de serena reflexión, por fin encontré la respuesta que buscaba: "El gazpacho es como Don Pelayo y la Reconquista pero con alguna base histórica, vale". Habrá que buscar otra manera de, sospecho, vertebrar España.

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