Blog | Ciudad de Dios

Exceso de ruido

Creo que fue la semana pasada cuando leí una noticia en la web de un periódico andaluz que me llamó poderosamente la atención: la policía de Málaga, en una operación contra el exceso de ruido en las calles, requisaba la friolera de siete guitarras y un acordeón, además de imponer las correspondientes sanciones a los festivos infractores. En principio, y sin atender a los detalles o motivaciones de cada caso concreto, yo me atrevería a calificar la redada como un auténtico éxito aunque, por razones evidentes, me abstendré de aplaudir. 

MARUXA2

No lo dude ni por un instante, amigo lector: estamos en el lado bueno de esta historia. Somos la última trinchera contra la barbarie que alentaba Juan Pardo en aquel "bravo por la música, que nos hace mágicos". Pues no, Juan, querido: ni mágicos ni mucho menos bravos. Bastante hemos tragado ya así que, a partir de ahora, ni un paso atrás en la defensa de nuestro derecho inalienable a vivir amargados, sin música callejera ni amigos pelmazos con ínfulas de cantautor que se empeñan en ser los protagonistas de todas las fiestas: ya está bien de creerse el quinto Beatle por haber estudiado primero de solfeo o, peor todavía, por haberse apuntado a un curso por fascículos de CCC. 

Es un tema complejo, lo sé. En muchos casos, la música resulta ser la única alternativa de sustento para quienes no encuentran una oportunidad mejor en el complejo y desaprensivo mercado laboral: eso lo respeto. Mi batalla no es contra aquellos que se lanzan a la calle para ganarse el pan, solo faltaría, sino contra los yonkis del aplauso y la atención que se sienten obligados a compartir un talento que no tienen con el resto del mundo: los dos sabemos a quiénes me refiero, los dos conocemos a unos cuantos petulantes que se aprovechan de la bondad de la gente para vivir el sueño que los filtros de la industria parecen haberles negado. 

Siempre ha habido gente así, los he visto arrancarse por rancheras o boleros desde que tengo uso de razón. Cuando te crías en un bar, como yo, te ves obligado a convivir con ellos por puro interés comercial pues el que canta, o toca la guitarra, es tan buen cliente como el que no, aunque resulte mucho más invasivo. Algunos tienen su gracia, incluso cierto encanto. Pero, por norma general, estos artistas vocacionales suelen ser personas con un profundo desprecio por los valores más preciados de la democracia y, si de mí dependiera, bien estaría aplicarles lo que quede de la ley antiterrorista. 

Luego están los grupos organizados, ya sabe: las tunas, las charangas, algunos mariachis… Los he visto actuar de cerca. Y no me refiero a las actuaciones musicales, que también tienen delito en muchos de los casos, sino a su modus operandi para sacar el máximo provecho al mínimo esfuerzo. Imaginen el daño que son capaces de infligir cuando son ellos mismos los que utilizan su propia música como amenaza: "o nos da lo que queremos o seguimos tocando", he visto decir a muchos. Como para negarse, vamos. En algunas bodas he visto yo al padrino extenderles cheques o repartir botellas de licor entre toda la banda para evitar el desastre, que una cosa es cantarle Clavelitos a la novia y otra, muy distinta, descargar a machete todo su arsenal. 

Miren como son las cosas, que a los pocos días de leer la noticia sobre la redada de Málaga, nos juntamos unos amigos para comer en Pontevedra y poner en orden nuestras historias. Charlábamos alegremente, intercalando momentos de brillantez con algunos deslices narrativos, cuando de la nada apareció un acordeonista que recorría las mesas al ritmo de Los pajaritos. Ni que decir tiene que un poco de María Jesús siempre está bien, pero a la quinta repetición empiezas a entender a Hitchcock, que ya nos advirtió sobre los peligros de una invasión avícola. La tensión —y el aumento del volumen según se iba acercando— amenazaba con destrozar nuestra reunión así que mi amigo Juan, con su característica solvencia, se sacó un billete de la cartera y se lo ofreció al músico ambulante a cambio de deponer el acordeón. "Hace mucho calor, te mereces un descanso", le dijo con su voz más siciliana. Y, miren por dónde, durante dos minutos pareció funcionar, el tiempo que tardó nuestro inteligente negociador en moverse a la terraza del siguiente restaurante y arrancarse, nuevamente, con los acordes de los dichosos pajaritos. "¡Vamos a por él!", dijo otro de los comensales. Pero, como bien había advertido Juan en el fragor de la negociación, hacía mucho calor y todos nos merecíamos un descanso: tiempo habrá para la venganza, si algún día nos volvemos a encontrar. 

Y voy a terminar con una confesión: ahora mismo, mi mayor miedo en la vida es la posibilidad —muy remota, la verdad— de engendrar un hijo a quien los rigores de la educación obligatoria le confieran el poder de tocar la flauta en casa, casi a cualquier hora y sin posibilidad de venderlos a los dos en algún mercadillo de segunda mano. Porque, y esto es pura estadística, hay una pequeña oportunidad de que esté yo alentando a un futuro Mozart pero lo más probable es que me salgo otro imbécil al que nadie querrá invitar a sus cumpleaños por ser un turras como lo era su padre: qué bien hizo el mío en tirar aquella guitarra por la ventana y comprarme un ordenador.

Comentarios