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En Uvalde

Ilustración para el blog de Rafa Cabeleira. MX
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EN UVALDE, una fronteriza localidad de Texas del tamaño de Viveiro, un joven de dieciocho años asesinó a veintiuna personas dentro de un colegio. Diecinueve de ellos eran niños con edades comprendidas entre los ocho y los diez años. Previamente, tras una pelea doméstica, el tirador había disparado a su abuela en la cabeza.

En Uvalde, una fronteriza localidad de Texas del tamaño de Tui, el tirador había recibido como regalo de cumpleaños su primer rifle de asalto. Más tarde se compraría otro. La policía investiga ahora cuál de los dos utilizó para desencadenar la matanza. Preguntado en un programa de televisión por lo sucedido, el representante político del distrito donde se asienta la escuela, señor Tony Gonzales, abogaba por armar a los profesores y prepararlos para hacer frente a situaciones similares. En sus redes sociales acostumbra a compartir propaganda de la Asociación Nacional del Rifl e y se vanagloria de ser un defensor implacable de la Segunda Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos de América: un texto redactado en 1789 que protege el derecho del pueblo estadounidense a portar armas.

En Uvalde, una fronteriza localidad de Texas del tamaño de Sada, casi cualquier persona mayor de edad puede comprar un rifle de asalto en un Walmart, en un supermercado. Tan solo tienes que facilitar tu nombre y dirección postal, no necesitas mostrar ningún tipo de carnet ni identificación. Debes, eso sí, cumplimentar un test en el que te preguntarán si eres un delincuente, si estás huido de la justicia, si tomas drogas, si sufres algún tipo de trastorno psicológico… El truco está en contestar a todo que no. El FBI comprueba que los datos ofrecidos no concuerden con alguna de sus listas negras y en menos de quince minutos, asunto resulto. Por menos de 500 dólares te puedes agenciar un Smith & Wesson del calibre 22 con un cargador de 25 proyectiles y diferentes acabados, pues tu arma es una prolongación de tu cuerpo y cada uno viste y calza como le da la gana.

En Uvalde, una fronteriza localidad de Texas del tamaño de Monforte de Lemos, puedes pasear por la calle con tu Smith & Wesson nuevecita y rematada en gris mate sin preocuparte de nada, especialmente si eres blanco. Texas es uno de los estados más permisivos en este sentido. Como en Florida o Pennsylvania, te la puedes llevar a la iglesia, incluso. "A Dios le gustan las armas", dicen algunos de sus fieles más devotos. "Él es quien nos ha concedido el derecho a ir armados", asegura el pastor Hyung, líder de la iglesia Santuario Mundial de Paz y Unificación. A sus ceremonias acuden cientos de feligreses con sus AR-15, el rifl e fetiche de la congregación. Muchos de ellos lucen coronas hechas con balas, algunas embellecidas con perlas u otras piedras preciosas. En un momento de la misa, el pastor Hyung desenfunda balde y aspersorio -no se asunten- y bendice las armas ofrecidas a Dios. A la salida, preguntados por un periodista de un periódico local, el 100% de los asistentes al oficio aseguran haber votado a Donald Trump en las última elecciones, están seguros de que existió el fraude electoral y se mostrarían dispuestos a desalojar al presidente Biden de la Casa Blanca por la fuerza y "con la ayuda de Dios".

En Uvalde, una fronteriza localidad de Texas del tamaño de Poio, jamás han oído hablar del Club de los Viernes pero yo sí. Algunos de nuestros políticos (locales, autonómicos y nacionales) siguen sus postulados a pies juntillas. Se consideran un movimiento en defensa de las libertades civiles, el derecho a la propiedad y el Estado limitado. Para conseguirlo, lanzan proclamas a través de sus cuentas oficiales en redes sociales como la siguiente: "Nuestro consejo ante el repunte de violaciones grupales: enseñen a sus hijos a defenderse y proporcióneles un arma". Se llaman a sí mismos libertarios, obvio. Dicen que defender la libertad no tiene precio pero que cuesta dinero, y por eso piden donaciones mediante un breve cuestionario que te convierte en socio del club a cambio de un número de tarjeta de crédito.

En Uvalde, una fronteriza localidad de Texas del tamaño de Boiro, Salvador Ramos, de dieciocho años, disparó a su abuela, se montó en su camioneta armado con un rifle de asalto y una pistola, condujo hasta al escuela de primaria Robb, y se puso a disparar contra todo lo que se movía hasta que la policía logró abatirlo. Es el trigésimo (el 30º) tiroteo que se produce en una escuela de los Estados Unidos en lo que va de año. Hace una década, en Sandy Hook, un hecho similar desató una ola de indignación colectiva que amenazó con cambiar las cosas. Sin embargo, lo único que logró fue derivar el debate hacia unas posiciones de mínimos -se puede mejorar el control de armas pero la Constitución debe respetarse- y a unos delirios en máximos históricos -los comunistas y los afroamericanos quieren desarmarnos, la matanza de Sandy Hook es un montaje, todo este país es un jodido montaje, necesitamos hacer una América mejor y grande otra vez-. ¿Mejor para quién? ¿más grande para qué?

En Uvalde, una fronteriza localidad de Texas del tamaño de Sanxenxo, veintiuna familias habrán enterrado esta semana a un ser querido, dieciocho de los cuales eran niños. También se teñirá de luto –y hasta de vergüenza- la familia del asesino, del tirador, un rapaz de dieciocho años con dos rifles de asalto en propiedad a quien la ultraderecha de este país acusaría de latino, de pandillero, sin apenas inmutarse ni mucho menos despeinarse. Mientras tanto, en sus campañas, continúan reclamando el derecho a portar armas para defenderse de las muchas amenazas externas que nos azotan, del narcoterrorismo interno y ya veremos si no van abriendo más el arco de acción hasta terminar poniéndonos a casi todos bajo sospecha: si algo reconoce una persona que vive con miedo es el rédito inherente a la capacidad de amedrentar. Por eso no todos los políticos son iguales, aunque a veces nos lo parezcan. Ni Tui, Sada, Sanxenxo, Poio, Viveiro o Monforte de Lemos son Uvalde aunque, por tamaño, insisto, se le parezcan.

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