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Corte en la corte

Arturo Pérez Reverte es uno de los grandes novelistas de este país, amén de un reportero de guerra con galones suficientes para sustentar sus reflexiones más recientes sobre profundas cicatrices. Nos puede caer mejor o peor, respetarlo más o menos, valorarlo o no en cualquiera de sus facetas, pero es alguien a quien merece la pena escuchar, especialmente cuando se atreve con algunas reflexiones que no nos apetece escuchar. La última con cierto recorrido mediático tuvo lugar en un conocido programa de televisión en el que colabora Tamarita Falcó —gloria a Tamarita— lo que no deja de tener su gracia porque versa sobre las cualidades de la juventud actual y su nula capacidad —sostiene Reverte—para enfrentar los rigores de los malos tiempos. 

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Un pequeño detalle se le olvida al escritor, o acaso lo obvia porque no interesa a su discurso: los jóvenes de hoy van por la segunda crisis económica de gran calado, has pasado por el trauma global del covid-19 y sus perspectivas económicas no tienen nada que ver con la cultura del esfuerzo que tan buenos resultados pudo ofrecer a sus padres: hagan lo que hagan, salvo contadas excepciones, malvivirán con sueldos mustios, compartirán pisos por habitaciones como alternativa más plausible a la emancipación de los padres y criarán tamagochis o cobayas en lugar de hijos. Así es el mundo que les ha tocado vivir mientras Pérez Reverte se recluye en su castillo de libros y sale a comer con amigos por las calles del viejo Madrid: hace muy bien, se lo ha ganado. 

Isabel Díaz Ayuso, que no deja un charco sin pisar ni una puerta del mérito ajeno a la que llamar, recogió el guante de Reverte y salió a la palestra para denunciar eso mismo: que los jóvenes adolecen de cultura del esfuerzo y que el socialismo no hace más que mantener vagos y fabricar mantenidos. Nada le parece excesivo a una mujer que vive en un piso donado por sus padres, se convirtió en candidata del Partido Popular a la Comunidad por empeño de un amigo —un Pablo Casado al que pasó a cuchillo meses después— y no le tembló el pulso a la hora de conceder contratos a la empresa en que trabajaba su hermano durante los peores días de la pandemia: de meritocracia y cultura del esfuerzo debe saber un huevo, la buena de Isabel, no en vano se hizo un nombre dentro de su propio partido ocupándose de las redes sociales de Pecas, el perro de la entonces presidenta, Esperanza Aguirre. Si es que… 

Dicho esto, sus méritos actuales son notables, que nadie se lleve a equívoco: encarna como pocos ese perfil de estrella del rock metida en política, una ídolo de masas a la que no se puede dejar sola en una plaza de Madrid porque el público la adora y se morderían los unos a los otros por hacerse una foto con ella. A Díaz Ayuso se le consiente todo, además. No hay barbaridad que ella no pueda decir o acometer sin que una legión de believers se partan la cara por salvar la suya: algo aprendió de las películas de Torrente, supongo. Tan inmaculada se nos presenta su imagen que, con centenares de ancianos muriendo a diario en residencias gestionadas por su gente, un conocido periódico de la capital la fotografió como si fuese una virgen, tan santa y lacrimosa que daban ganas de levantarle un altar. No lo necesitaba, por supuesto: para entonces ya se había trasladado a pasar el confinamiento en una suite de lujo prestada por un buen amigo suyo: más meritocracia. 

Desde allí soltó algunas de las grandes perlas de su mandato, convencida de haber salvado a la hostelería mientras otros, palabras textuales: "Arruinan a miles de empresarios y familias que solo quieren trabajar. Ahí, a mí, no me van a encontrar". Aquello, en Galicia, debió de oler a cuerno quemado, pero no estaba Núñez Feijóo, en aquel momento, con ganas de mambo: amonestación en boca de algún conselleiro y mínimo recordatorio de aquí se nos estaba muriendo menos gente —en comparación— que a nadie, no digamos a ella, instalada gratis en su mundo de fantasía y supuesta libertad. Más allá de esto, nadie le llevó la contraria entonces y nadie parece querer llevársela ahora. 

Pero volvamos al principio, a ese Pérez Reverte denunciando que los chavales de hoy no valen un carajo y que más nos vale correr si se desata la guerra global, pues aquí no hay tropa con la que contar. O sí, pues como le dijo un sargento a cierto amigo mío durante la mili: "No se aflija, Ramírez: el que no vale para matar, vale para morir". ¡Cómo me gustaría estar a su lado durante el apocalipsis nuclear! Me imagino ese teléfono echando humo, lleno de mensajes de Pablo Motos, su confesor televisivo, o de la propia Isabel Díaz Ayuso pidiéndole consejos para filtrar el Perrier. Sería entonces cuando Don Arturo, más duro que un pulpo, convendría conmigo en que el problema no son tanto los jóvenes de ahora, que son como los de siempre, si no esa nueva generación de trepillas que medran en la Corte porque nadie parece dispuesto a darles, eso, un corte: ni siquiera él, que mea Napalm y fuma en pipa.

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