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Consejo de guerra

Consejo de guerra. EP
photo_camera Consejo de guerra. EP

Consejos regala todo el mundo, unos con más fortuna que otros. Los he recibido buenos y malos, interesados y estúpidos, caros y muy caros. También he ofrecido alguno como quien no quiere la cosa, pues a los malos vicios se apunta uno incluso sin pretenderlo, y ponerse fantástico con la vida del otro es un gadget que nos viene a todos instalado de fábrica, como el mechero en los coches de nuestros padres. No comas, no bebas, no dejes ese trabajo en el que te quitan los ojos y las ganas de vivir, cásate, ten hijos, haz deporte, deja del tabaco, viaja mientras puedas, vota al centroderecha, ahorra, lee más, grita menos… ¿Saben qué? Cállense. 

Tengo un grupo de WhatsApp con dos buenos amigos en el que nos dedicamos a dar consejos terribles pero, al mismo tiempo, muy divertidos. Durante los meses más duros de la pandemia, aquellos del confinamiento forzoso y la pastelería amateur, yo les susurraba maneras más o menos impropias para deshacerse de sus hijos sin levantar sospechas, ambos en edad de gritar durante horas para reclamar su atención. «Déjalo que salga solo al balcón para aplaudir a los sanitarios», le dije un día a uno de ellos, el más desesperado por los tics dictatoriales que estaba adquiriendo el enano. "A lo mejor se emociona con tanto fervor comunitario y se sube a la barandilla". Cómo nos reímos con aquello, da miedo incluso recordarlo. Ese tipo de consejos, los que no tienen intención alguna de influir, solo de entretener, sí son bienvenidos en una etapa de la vida donde me han empezado a sentar mal incluso los lácteos, con lo que a mí me gusta el queso.

Tiro de memoria y solo recuerdo un consejo que me haya servido para algo, que me calase bien hondo. Me lo dio la supermodelo norteamericana Tyra Banks, señora imponente donde las haya, siempre con la palabra justa en el momento exacto. "No hay mejor producto de belleza que ocho horas de sueño", fueron las utilizadas en aquella ocasión, las recuerdo como si hubiera sido ayer. Tampoco es que me lo susurrase al oído, ¿de acuerdo? Lo leí en una entrevista, no me la encontré en la playa de Campelo, andando a la burata, e hicimos buenas migas; qué va. De hecho, si tal cosa hubiera sucedido, lo más probable es que fuese yo el imbécil que se arrancase a darle consejos sobre marisqueo del tipo "ahora está subiendo la marea", "en este terreno se trabaja mejor con rastrillo" o el siempre recurrente "deberías haber traído una chaqueta porque en Galicia, a estas horas, siempre refresca". 

El último grito en consejismo son estas cuentas de instagramer neoliberal que se creen en posesión de la piedra fi losofal, alquimistas de los abdominales, los tatuajes, la gorrita del revés y el NASDAQ. A veces hago un barrido por las redes para ver qué se cuentan y la mayor parte de los días no puedo menos que emocionarme pensando en lo feliz que sería cruzándoles la cara del derecho y del revés, que es como abofeteaban los abuelos de antes: plis, plas. La felicidad, para ellos, es una posibilidad cierta, una perita en dulce al alcance de cualquiera, tan sencillo como seguir una pauta con cuatro normas y sonreír siempre. «No te rindas, lee a Coelho, fúmate la vida, invierte en cryptomonedas», cosas así. Y lo peor de todo no es que haya gente así, capaz de plantarse delante de un teléfono móvil con la clara intención de inspirar al mundo, si no que existan cientos de miles de personas dispuestos a escucharlos, a creerlos, a convertirse en una versión similar (pero con un Seat Panda) del Street Wolverine de turno.

Vivimos rodeados de ruido, a menudo tan familiar que no somos capaces de discernir entre quién nos está tratando de aconsejar y quién nos quiere vender algo

En algún momento de la vida hay que plantarse y dejar de escuchar a los demás. Con esto no quiero decir que debamos aislarnos, irnos a la montaña y alimentarnos de raíces, como el sabio de la famosa fábula… Aunque lo piense. Vivimos rodeados de ruido, a menudo tan familiar que no somos capaces de discernir entre quién nos está tratando de aconsejar y quién nos quiere vender algo, como en el caso de mi primo Andrés. El otro día, mientras desayunaba muy tranquilo en mi cocina, apareció por la puerta con una carpeta de cuero en la mano y empezó a rosmar mirando al calentador, como si de repente hubiese aprendido el ofi - cio de calderero, algo que siempre le aconsejó su madre. «Esto está como el carallo», me dijo. «Lo que tiene que hacer es contratar un seguro de hogar porque un día de estos vas a tener un disgusto y después pasa lo que pasa». Ni que decir tiene que inmediatamente sacó un folleto de la carpeta y me lo estampó en las narices como si fuera la última novela de Houellebecq, el muy imbécil.

Ayer mismo firmé el dichoso contrato con la compañía que le paga a mi primo por engañar vilmente a familiares y vecinos, qué otra cosa podía hacer. «Hazle caso a tu primo, que siempre te dio buenos consejos», me dijo mi madre. «Haz lo que te dice tu madre, aunque solo sea por evitar que nos rompa la cabeza toda la semana: a ti por parvo y, a mí, por no apoyarla», me imploró mi padre, que es la única persona que yo conozco capaz de disfrazar un buen consejo de súplica desesperada. «Fiestas tranquilas o consejo de guerra diario: tú decides», remachó antes de salir por la puerta caminando como un torero temeroso del viento. Como para dudarlo.

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