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¿A quién le importa?

Las mentiras, como las lavadoras, los coches o los lápices de colores, duran lo que duran

"Llamar es entrar!", anuncia a grito pelado María Rosa Cobo, una adivina que tira las cartas en un canal de televisión sin nombre conocido ni grandes pretensiones. "Aquí no tenemos a la gente en espera", insiste María Rosa. "Aquí no hacemos como en otras televisiones, que os tienen esperando para… Bueno, ya sabemos para qué". Sobre la mesa tiene una imagen de San Expedito, un santo beatifi cado por el papa Urbano VIII en el año 1629 y retirado del martirologio romano en 2001, al no encontrar la actual iglesia católica pruebas sufi cientes de su existencia. Quedan seis minutos para el fi nal del programa -en un rincón de la pantalla se despliega un reloj digital con la cuenta atrás, como en los partidos de baloncesto- y la vidente da paso a la última llamada de la tarde. "¡Por fin, María Rosa, por fin! ¡Qué ganas tenía de hablar contigo, hija!", dice una voz de mujer con ímpetu suficiente para apagar todas las velas desperdigadas, aquí y allá, por el plató de televisión. "No sabes el rato que me han tenido al teléfono, esperando".

Mx Cabeleira

Las mentiras, como las lavadoras, los coches o los lápices de colores, duran lo que duran. Tristemente, en algunos casos, pues hay mentiras que mejoran, con mucho, a la verdad. De niño, por ejemplo, se te caía un diente y montabas una fiesta porque sabías que el Ratoncito Pérez se pasaría a dejar algo de calderilla bajo tu almohada… Una calderilla que, con el paso de los años, aprendiste a identifi car como los restos de aquellos billetes enormes que tu madre entregaba al dentista por anticipar la catástrofe. El mundo era un lugar mejor sabiendo que un sucio y huraño roedor se colaría en tu cama para llevarse aquellos dientes de leche que más tarde intercambiaría por tabaco -o por droga- en el mercado negro de la ratonera: esa sí es una buena historia, una mentira de las que merece la pena no poner en duda porque mejoran la existencia y ayudan a madurar.

Los videntes, como María Rosa, son especialistas en contar historias que no se ajustan del todo a la verdad… ¿Y a quién le importa? A mí no, desde luego. Y a sus clientes, a juzgar por el alto nivel de demanda que se les intuye, tampoco. La gente necesita certezas aunque las deba pagar a 1,99 euros el minuto, que tampoco es un precio fuera de mercado, creo yo. Un minuto es lo que me duran a mí 500 ml de helado -elijan ustedes el sabor- y no veo a nadie insultando a Häagen-Dasz en las calles por quitarme el dinero a chorros, o pidiendo prisión permanente y revisable para Ben & Jerry’s. Pitonisas, brujos, hechiceros y demás afiliados al Ministerio de la Magia, sin embargo, se ven obligados a afrontar el descrédito de una profesión acosada por la ciencia y que se ve empujada a compartir los rincones más oscuros de la libre economía de mercado con homeópatas, capadores, barquilleros, consultores, columnistas y editores de libros de coaching: si esto les parece justo, que baje San Expedito y lo vea.

Yo conocí a un vidente muy salado y muy certero que se llamaba Luciano. Trabajaba en Galivisión, que era una tele por cable de cierta implantación en la zona de O Morrazo y en la que terminé yo haciendo un poco de todo por esas cosas del destino, también pasando llamadas desde el estudio a aquel hombre alto, moreno, arrugado y teñido de rubio, con un acento muy particular, a medio camino entre La Habana y Agolada. Le gustaba ir al gimnasio, los deportivos rojos, ayudar a la gente y terminar antes de hora para poner de los nervios al dueño del canal: "relájate o te va a dar un patatús", le decía sin necesidad de echarle las cartas. Un día que el otro se puso muy pesado, Luciano lo miró fi jamente y le dijo: "tú sigue por ahí que ya veremos cuántos amigos te visitan en la cárcel". Apenas unas semanas más tarde, la policía judicial registraba las instalaciones de la empresa en el marco de un operativo denominado Galileo y auspiciado por las denuncias previas de la SGAE y la EGEDA.

Fue divertido todo aquello, supongo: cobrábamos poco, nos queríamos mucho y conocimos a tipos tan geniales como Luciano, al que imagino jubilado en alguna isla del Caribe, rodeado de tallas románicas, cuerpos de baile y daiquiris. Algunos lo considerarían un farsante, un mentiroso, un timador… Y seguramente no les falte razón, aunque la gente también es muy de juzgar a la ligera, quitando de la balanza cualquier mérito o cualidad que debiera ser apuntada en el debe del acusado. A María Rosa, por ejemplo, la dejó en bragas -metafóricamente hablando, claro- una mujer que no pudo reprimir su verdad, que también es una expresión muy de televisión de tarde. Ansiaba hablar con ella de tal manera, con tanto fervor, que ni siquiera cayó en la cuenta de que su sinceridad acababa de arruinar la oferta de la pobre vidente, tan sonrojada al sentirse descubierta que no se le ocurrió otra cosa que hacer más que pasarle la mano por la cabecita a San Expedito diciendo: "¡Ay, San Expedito, San Expedito! ¿Qué puedo hacer yo con la gente si me mienten, San Expedito?". Sonó a amenaza. Y eso es lo mejor de ese mundillo del tarot, los ungüentos y las limpiezas espirituales: que a veces dan risa pero otras dan miedo, como los grandes clásicos del cine de terror norteamericano.

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