Opinión

Todo lo que estoy perdiendo

TENGO que empezar por reconocer que, en principio, este artículo solo podría escribirlo un viejuno, empleado el término en el preciso y acertado sentido con que lo definieron los chavales de La Hora Chanante, que es como seguimos llamando los viejunos a aquel universo que luego alumbró Muchachada Nui y sus múltiples spin-off. Y quiero remarcar lo de "en principio", porque a estas alturas bastante tiene uno con saber cómo empieza como para arriesgarse a asegurar dónde acaba. Poco a poco, con las ideas y los artículos te pasa como con la próstata, que apenas puedes tocarlos con los dedos se emancipan y desarrollan sus propias prioridades, toman decisiones sin la más mínima consideración al pasado común ni generosidad con el futuro.

La cosa es que escribo ante una decena de álbumes de fotos. Fotos analógicas, reales, de las tomadas con cámaras que solo servían para hacer fotos, con carretes que solo daban una oportunidad, escogidas con mimo para su revelado e impresión, ordenadas con tiempo y esmero en un álbum comprado solo para ellas, con consciencia de que era para siempre, de que a partir de ese momento ese álbum y esas fotos eran indisociables, con el convencimiento de no había hogar mejor para que vivan esos recuerdos.

Han llegado hasta la mesa de la cocina sin más, por algo que ha dicho María o quizás Javi, que a veces, cuando viene a casa a pasarnos las limitaciones del covid por el forro de los huevos, le da por presumir o por compadecerse y enseña fotos indiscretas que va acumulando en el móvil. Como soy muy de venirme arriba a poco que me tienten, he ido a buscar una foto que creía recordar, muy probablemente, porque me conozco, solo para demostrar que yo tenía razón. En lo que fuera, eso no es relevante, pero seguro que por eso han acabado dejándome solo: ni por la hora, ni por el cansancio, ni por el alcohol, sino por no darme la razón.

Hacía mucho tiempo que no me sentaba a hojear los álbumes, a revivirlos sin otro objetivo que pasar las páginas y los momentos, que acariciar los rostros de antes, que reír las gracias de siempre, que llorar las emociones olvidadas. Y caigo en la cuenta de todo lo que estoy perdiendo: las hay perfectas y desenfocadas, de cámaras nobles y de cámaras menesterosas, de las de usar y tirar y de las Polaroid... pero la foto más actual debe de tener no menos de diez años.

Sé que mi vida no terminó entonces, que ha habido otros viajes, otras sobremesas, otros paisajes, que he besado y abrazado, y que en esos momentos había cámaras a las que sonreír o a las que ignorar, que en este tiempo he ido acumulando cientos de fotos más de las que hay en los limitados álbumes que ahora repaso. Tengo la certeza de que están ahí, a mi alcance, porque mi móvil me pregunta cada mañana si quiero ver lo que estaba haciendo ese mismo día hace uno, dos o cuatro años, me recuerda que buena parte de mi memoria sigue esperando por mí, en ese álbum virtual de mi nube en la red o en algún disco duro.

Pero nunca regreso. Alguna vez sí, porque una conversación, una pregunta, un pensamiento se me cruza en el camino y paso un rato rebuscando entre los centenares de fotos almacenadas una en particular. Pero no es un regreso de verdad, es poco más que un recado, el tiempo justo para buscar sin que se te vengan encima todas las promesas traicionadas, todos los propósitos olvidados de poner orden, de seleccionar, de enviar a imprimir las importantes y de comprarles un buen álbum que puedan convertir en su hogar mientras esperan que una noche cualquiera la mirada de unos ojos humedecidos o el tacto de un dedo acariciando un rostro las traiga de vuelta.

Supongo que, al final, en esto consiste también ser un viejuno: en haberse quedado en todo a medias, en buscarse entre los tiempos mejores cuando aún no se ha renunciado a que estén por venir. En volver a prometerse que mañana sí, que mañana las imprimes aunque solamente sea para tener con quien hablar cualquier otra noche sentado solo en la cocina.

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