Opinión

La resurrección de Emilio Botín

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Aún me acuerdo de aquel día que decidí hacerme neoliberal. No sé qué se me pasaría por la cabeza, maldita la hora, mejor me hubiera hecho testigo de Jehová o vegano o terraplanista. Es el problema que tenemos los escépticos con las cosas de la fe, que no estamos dotados y enseguida nos venimos abajo, no hay constancia, solo desconfianza.

El caso es que me hice neoliberal. Ese día me levanté con cuerpo de converso y me planté en mi banco con el ánimo de un bróker y las maneras y la cuenta corriente de un obrero. Teníamos por ahí danzando una cartilla con algunos ahorros que habíamos ido dejando para los niños, parecían buenos tiempos para el dinero y pensé que a lo mejor se podía hacer algo más fructífero con ellos: invertir en acciones.

Me senté frente a una de las empleadas del banco y, con voz firme, ordené: "Compra". El banco era una pequeña oficina con la que llevaba trabajando lustros, así que todos me conocían y eran conscientes de mi absoluta nulidad para los números y, en general, para cualquier cosa de provecho: "¿Que compre qué?", o algo así me respondió. "Pues lo que compréis aquí que dé dinero", insistí, henchido de capitalismo.

Con una paciencia notable, ella me proporcionó todo tipo de razonables explicaciones sobre mí mismo y mi lugar en el mundo, de las que entendí bastante poco, y decidió que lo mejor sería buscarme algo sin demasiado riesgo que, no obstante, dejara colmadas mis ansias especulativas de recién bautizado en mi nueva y todavía frágil fe.

Al final, optamos por uno de esos valores "seguros", con los que a largo plazo nunca se puede perder: compré una cantidad ridícula de acciones del Banco Santander y salí de allí con la sensación de haber asegurado el futuro de mis hijos y quién sabe si de varias generaciones familiares más. El neoliberalismo era el paraíso.

Dos semanas después falleció Emilo Botín, a quien yo suponía inmortal profeta. Para mi desconsuelo, no consiguió resucitar. Las acciones del Santander comenzaron a caer y aún hoy no se han recuperado. Todos los años llega a casa una carta a nombre de mi hijo para invitarlo a la reunión de accionistas e informar del reparto de dividendos, si los hubiera. Ni siquiera me he molestado en venderlas, confiando en que algún improbable milagro me haga recuperar parte del dinero esfumado. La esperanza es lo último que se pierde, pero también cotiza en los mercados.

Una epifanía parecida, pero multiplicada por muchos billones de dólares, es la que están experimentando ahora los lobos de Wall Street, relevantes apóstoles del neoliberalismo y la especulación que han visto cómo en pocos días perdían miles y miles de millones porque unos cuantos aficionados, inversores de mínimos reunidos en un chat para desventurados con fe, han apostado por las acciones de una compañía en quiebra, Game Stop, y las han hecho subir hasta conseguir una buena pasta y, de paso, llevar al abismo a varios de los mayores fondos especulativos del mundo.

Es justo en estos momentos cuando el neoliberalismo desnuda su debilidad de fe para fariseos. Lo primero que han hecho estos grandes inversores, implacables multimillonarios bendecidos por la desregulación, es clamar para que se regulen estas actuaciones que se aprovechan de las trampas que ellos crearon.

No solo ha pasado con Wall Street. Las sucesivas crisis económicas que estamos sufriendo han desmontado la teodicea del capitalismo globalizado y autorregulado y la especulación financiera. El dinero le ha puesto al Estado la vela que antes le ponía al mercado. Pero el dinero, como yo, es de fe frágil: su única esperanza es el monopolio de la deshonestidad, igual que la mía es la resurrección de Emilio Botín. 

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