Opinión

La primavera de las escuchas

Pasado el tiempo, los tembleques y los sobreseimientos, habrá quien ya lo haya olvidado. A lo mejor es mejor así, por lo de pasar página y todo eso, pero en esta ciudad hubo unos años en los que nadie hablaba por teléfono. O al menos no hablaban conmigo, o no hablaban como antes. 

Pedro Sánchez
Pedro Sánchez. EFE

Medio en serio medio en broma, las conversaciones empezaban dando a los buenos días a quien pudiera estar escuchando y entraban en la fase de desconfianza cuando la línea tenía cualquier pequeño fallo al que antes no se le daría mayor importancia. Las confidencias se hacían en mesas situadas al fondo de bares situados a desmano de todo y la información se movía por nubes encriptadas, direcciones de correo electrónico protegidas y discos duros copiados en ordenadores fuera de red. 

La psicosis de las escuchas telefónicas y la vigilancia electrónica duró lo suyo, a lo mejor cuatro o cinco años, los años del plomo de las macrocausas judiciales, las imputaciones a voleo y las investigaciones desmadradas. Es cierto que en algún momento llegó a haber pinchados casi un centenar de teléfonos, lo que para una ciudad como esta es un buen puñado; yo mismo vi mi nombre transcrito en varios de esos sumarios tras haber mantenido conversaciones telefónicas con personas bajo sospecha y vigilancia, y alguna vez recibí citaciones judiciales. Pero lo cierto es que la mayor parte de toda esa preocupación era exactamente eso, psicosis: a todos nos gusta pensar que hacemos cosas relevantes y emocionantes, pero el hecho es que nuestras vidas, por fortuna, carecen de interés para nadie que no seamos nosotros mismos. Y, en ocasiones, ni eso. 

Un día la Dirección General de la Guardia Civil, harta de las críticas públicas de un juzgado por la supuesta falta de colaboración en aquellas macrocausas que un fiscal definió como "elefantiásicas", le mandó un resumen de los medios que se habían puesto a su disposición, al modo de aquellas facturas que enviaba antes el Sergas después de haberte dado atención, solo para echarte en cara la pasta que les habías costado: las horas de trabajo de los agentes encargados de escuchar las conversaciones y transcribirlas eran de un volumen estruendoso. 

Algunas de aquellas escuchas de la primavera de los pinchazos dieron sus frutos, la mayor parte solo dieron gastos y algunas incluso sirvieron para anular la investigación por su carencia absoluta de motivación, de racionalidad y hasta de ética. Y eso que todas contaban en un principio con la autorización judicial y la supervisión de la Fiscalía. 

Me pregunto ahora de qué han servido las intervenciones de las comunicaciones a través de ese terrorífico programa espía llamado Pegasus, realizadas por los servicios de inteligencia españoles. Si se han centrado solo en políticos independentistas, como dicen, está claro que para muy poco. Peor aún, solo para empeorar las cosas, lo que nos llevaría a replantearnos el término «inteligencia » aplicado a determinadas estructuras de nuestro país. 

Pero es que aunque realmente ese espionaje hubiera sido fructífero, no dejaríamos de encontrarnos ante uno de los hechos más graves de nuestra historia democrática reciente. Deberíamos recordar que la última vez que el Estado se permitió un capricho similar acabamos con cadáveres enterrados en cal viva y una X como toda respuesta. 

Las portadas de los periódicos y los informativos se quedarían pequeñas si en lugar de "espiados cincuenta políticos independentistas" hablásemos de "espiados cincuenta jueces" o "cincuenta directores de medios" o "cincuenta grandes empresarios". Parece que todavía no nos hemos sacudido aquella hipocresía de cal viva. 

El Gobierno de Pedro Sánchez no solo debe dar respuestas claras, sino que si quiere conservar la más mínima dignidad democrática está obligado a investigar en profundidad lo sucedido, señalar a los responsables y destituirlos, eso sin descartar que además deba ponerlos en manos de la Justicia. Porque a veces la psicosis merece ser escuchada.

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