Opinión

Madrid o libertad

Adoquín madrileño. EUROPA PRESS
photo_camera Adoquín madrileño. EUROPA PRESS

MADRID ES una de las mejores ciudades que conozco para no vivir en ella. O el Madrid que yo conocía, ya no estoy seguro. Madrid era un buen rato, un planazo: voy, la absorbo y vuelvo. Vuelvo como nuevo, como si realmente hubiera aprovechado el tiempo, aunque no haya hecho nada especial, pero me vuelvo.

Para los periféricos irredentos que antes éramos bienvenidos allí, esa ciudad era como el licor café: una emboscada. Dos o tres chupitos después de cenar te cargan las pilas y te lanzan la noche, pero si te pasas siquiera por uno la has fastidiado bien, ya no hay cristo que ature. Una ciudad para bebérsela con los tragos justos.

Digo que ya no estoy seguro, han pasado muchas cosas desde la última vez. La menor de todas, una pandemia. Una nimiedad que ha afectado a todos los sitios, de ahí lo de pandemia, pero que no sé si ha cambiado a todos como a Madrid. Vista desde el hastío de las noticias y los informativos y los debates, uno tiene la sensación de que la villa se ha pasado con los chupitos de licor café. Está pesada y faltona, babosa como un borracho sin amigos que le come la oreja a todo el que se cruza mientras se cree el amo del cotarro, inconsciente de su patetismo. Es un afther, y no me gusta. A mí me gustaba Madrid, esa ciudad que acogía sin preguntas ni prejuicios, abierta y canalla, culta y paleta sin reproches, que recibía. Ahora a veces parece un sumidero, que es una manera muy distinta de recibir.

Serán, vaya usted a saber, consecuencias de su nuevo hecho diferencial, los bares. Allí, según parece, cuando uno acaba un día bien, mal o regular, tiene la enorme ventaja de poder irse a un bar a tomar unas cañas y pasar un rato con los colegas. No como en el resto del país, que nos reunimos en los bares a practicar test para el carné de conducir y para organizar las partidas de cazadores y de recolectores de la tribu para el día siguiente. A falta de bocadillos de calamares, eso es lo que nos queda, mera subsistencia.

No sé exactamente cuándo Madrid pasó de ser la ciudad a la que íbamos a olvidar nuestros problemas a convertirse en nuestro problema. Es posible que fuera antes de lo que pensamos, solo que quisimos seguir siendo condescendientes, generosos en el recuerdo, y al final se nos ha ido de las manos. O a lo mejor no, quizás es solo desde hace un rato y aún hay marcha atrás. De lo que estoy convencido es de que, fuera cuando fuera, todo empeoró cuando la cuadrilla de pueblerinos que siempre dieron lustre a la capital se creyeron que ya se habían sacudido el pelo de la dehesa y decidieron que Madrid es España. La única España posible.

Igual hasta tienen razón, desde la perspectiva de la periferia se hace difícil de entender lo que está pasando allí sin aceptar que Madrid es España. España como problema, quiero decir, como metáfora orgullosa y trágica de aquel país sombrío que llevamos décadas, o mejor siglos, tratando de reconducir, de reorganizar, de redecorar para que todos pudiéramos sentirnos más o menos cómodos. Quién nos iba a decir a estas alturas que el problema del nacionalismo en España iba a ser el centro.

Madrid es uno de los mejores lugares que conozco para no votar: hay tantos candidatos a los que me gustaría no votar que cuando lo pienso me crea hasta ansiedad. Enseguida se me pasa, me relajo en cuanto recuerdo que es mentira, que Madrid solo es Madrid, aunque esté atravesando una crisis casi adolescente, de pajillas y acné, de amores para siempre que duran dos días, de pataletas y arrepentimientos. Pese a lo que nos quieren hacer creer los medios madrileños, antes llamados nacionales, muy poco va a cambiar para el resto de España pase lo que pase en las elecciones madrileñas. Si acaso, algún efecto colateral interno en algún partido. Los demás estamos a otras cosas.

Y, pese a todo, los demás sí que nos jugamos algo: recuperar aquel Madrid en el que nos sentíamos cómodos, aquel chute de vida, aquella ciudad que por un instante hacía que confiases en el futuro de la España de la que escapabas. Aquel Madrid humilde, vanidoso, acogedor y arrogante, libre, y no el sumidero casposo y excluyente que parece ser ahora. Porque España cada vez es menos Madrid.

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