Opinión

La gafas de empollón

A un estudiante de 14 años que construye un reloj lo detenemos por terrorista; a los refugiados, por si acaso

AHMED MOHAMED no hubiera durado tres recreos en el patio de mi colegio. Bueno, a lo mejor él sí, pero sus gafas fijo que no. Porque no es por ánimo de caricaturizar, pero es que todos los empollones llevan gafas. Es más, yo creo que para nosotros eran las gafas las que hacían al empollón, no al revés; en mi patio si destacabas mucho en los estudios pero no llevabas gafas, eras simplemente estudioso. Como en todos, supongo. Yo, por si acaso, no les dije a mis padres que era miope hasta los 18; entré en la óptica como un campeón y salí con cristales que sumaban seis diotrías y media. Claro que, para asegurar, tampoco me afané en destacar con las notas, cualquier precaución es poca.

El caso es que si llevabas gafas y sabías montar un ingenio que funcionase, como Ahmed Mohamed, que se marcó un reloj, mejor no hacerse notar en los recreos. Normal, mi generación es hija de las clases de Pretecnología, que es lo más cerca de la ciencia que hemos estado muchos en toda nuestra vida. Si lograbas cortar un tablerillo en recto sin romper más de siete pelos de sierra estabas aprobado. Yo una vez tuve un notable por construir un pozo con un trozo de cartón y un clip metálico que hacía que se enroscase el cubo. Los de sobresaliente lograban después de un semestre crear un circuito eléctrico con una pila de petaca, un fusible, un interruptor y una bombilla. La matrícula de honor se apartaba para aquellos que además conseguían que la bombilla se encendiese. Hubo cursos que quedó desierta.

Así que ni puedo imaginarme si entonces un chaval de 14 años se nos hubiera presentado en el colegio con un reloj hecho por él, que además funcionase. Dependería, entiendo, de su fortaleza de ánimo. Quizás se hubiera convertido en un adulto perdedor y asocial, rehén de los tormentosos recuerdos de aquellos recreos, o, por el contrario, habría terminado en algún programa de la radio de jóvenes talentos, o hubiera entrado en algún programa estatal como aquella Operación Plus Ultra, que hasta los llevaban a ver al Papa y luego eran pregoneros de las fiestas de su barrio, por lo menos. Si además sabían hacer un reloj, como mínimo los hubiera recibido Franco, o incluso el jefe de ingenieros de la fábrica de la Seat.

Ahmed Mohamed se presentó con sus 14 años, sus gafas, su reloj casero recién fabricado y el orgullo por las nubes en su colegio. Si hubiera sido el mío, lo peor que le hubiera podido pasar es un mal rato en el recreo, pero como el suyo es el Instituto McArthur, en la muy texana Irving, terminó detenido. No es Irving, creo, un lugar señalado por su especial inquina a las gafas, así que todo parece indicar que el problema es llamarse Mohamed: un profesor vio el reloj que el chaval le mostraba satisfecho y lo primero que se le vino a la cabeza es que era una bomba, pese a que él le explicó que solo era un reloj; la Policía se llevó al estudiante, ciudadano estadounidense de pleno derecho y de familia largamente integrada en la sociedad, esposado sin darle oportunidad ni de explicarse.

Conocido el caso por la opinión pública, el escándalo fue el previsible y hasta el mismísimo presidente Obama invitó al chico a la Casa Blanca. El director del colegio y los profesores, sin embargo, no aprovecharon para meterse debajo de una piedra y no volver a aparecer en cinco semanas, sino que decidieron expulsar a Mohamed tres días y enviaron a todos los padres del centro una carta en la que se vanagloriaban de «tomar siempre las medidas necesarias para mantener nuestra escuela lo más segura posible». Aprovechaban para advertir a los padres de que avisaran a sus hijos para que se abstuvieran de llevar ningún aparato prohibido al instituto. Incluido el cerebro, sospecho.

No sé en qué momento nos hemos convertido en una sociedad tan despreciable, en unas personas tan odiosas. En gente que detiene a un estudiante de 14 años porque se llama Mohamed pero llama hermano al primer ministro de Hungría, Viktor Orbán, un despojo intelectual que vierte todo su odio en los miles de refugiados sirios que huyen de una guerra sin más esperanza que morir en el intento. No nos engañemos, no está solo; es calurosamente acogido en el grupo del Partido Popular Europeo en el Europarlamento, el mismo que comparte con el partido en el Gobierno de España o con la muy catalana Unió.

Será cierto que tanto en Hungría como en España somos más de fabricar concertinas que instrumentos de precisión útiles. Donde estén unos buenos cortes profundos e infectados en el cuerpo de un inocente, que se quiten todos los argumentos. Los derechos humanos, para quien pueda pagárselos.

Vivimos en la indigencia moral generada por el miedo a nosotros mismos. Nos hemos dejado convencer de que los culpables de nuestra desgracia, de nuestra pobreza, son los otros desgraciados, los otros pobres, que vienen a robarnos nuestra miseria, con lo que nos ha costado acumularla.

"Mi generaricón es hija de las clases de pretecnología, que es lo más cerca de la ciencia que hemos estado muchos en toda nuestra vida"

Nuestros propios ministros lanzan sin rigor ni pudor el argumento de que entre los refugiados sirios se pueden estar colando terroristas islamistas que quieren entrar para atentar en Europa, cuando la realidad nos grita que ese terrorismo considera Europa como el patio de colegio donde capta a combatientes para continuar su guerra en Siria e Irak. Cuando todos los atentados hasta ahora perpetrados en nuestro territorio han sido obra de islamistas que llevan mucho tiempo integrados en nuestra sociedad, muchos de ellos europeos de nacimiento. El Isis no tiene necesidad alguna de enviarnos terroristas, les hacen más falta sobre el terreno, quedan muchos cuellos que cortar.

Son los mismos líderes sociales que con su avaricia nos arrastraron hasta esta penuria los que nos aseguran que unos cuantos miles de refugiados van a suponer tal carga económica que harán imposible esa recuperación que justo ahora, vaya por dios, estaba a puntito de llegar.

Me gustaría pensar que aún no nos hemos convertido todos en ellos. Que un día, pronto, Ahmed Mohamed diseñará los relojes que nos traerán mejores tiempos, y que lo único que le reprocharemos serán sus gafas de empollón.

Artículo publicado en la edición impresa de El Progreso del domingo 20 de septiembre de 2015

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