Opinión

Escrotos al sol

Un simpatizante de Vox. RAÚL CARO (Efe)
photo_camera Un simpatizante de Vox. RAÚL CARO (Efe)

EL MIÉRCOLES pasado me descubrí mirándome los testículos frente al espejo. Fue una imagen terrible, con dos deditos sujetándome el pene hacia arriba, como si el pobre todavía fuera quien de tapar nada. Spoiler: no saqué conclusión alguna, fuera por déficit de atributos o de entendederas.

Acababa de leer que Tucker Carlson recomendaba broncearse los testículos para elevar la testosterona y, literalmente, atajar "la pérdida de virilidad del hombre blanco". Carlson no es un cualquiera, es una de las grandes estrellas de la televisión en Estados Unidos y presenta el programa con más audiencia de la cadena Fox. Es decir, no sería ningún despropósito pensar que dos o tres millones de estadounidenses caucásicos estuvieran ese mismo miércoles frente a sus espejos analizando detalladamente si el tono de piel de su escroto era el apropiado para enfrentarse al desafío de las razas menores.

Las pelotas de Carlson no son, ni de lejos, el mayor problema. Sus soflamas diarias al más puro estilo trumpista forman opinión en una parte nada despreciable de la sociedad estadounidense. Su discurso, que hace apenas unos años nos parecería paródico y marginal en los EE.UU. de las libertades que respetábamos, está ahora no solo normalizado, sino cada vez más extendido.

En este mismo momento, se da por hecho que el Tribunal Supremo va anular la sentencia que protegía a nivel nacional el derecho al aborto de las mujeres, un territorio que hace mucho tiempo que se daba por conquistado. Esto dejará el derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo y su futuro en manos de las legislaciones de cada estado, en una nación en la que ahora, por ejemplo, hay gobernadores promoviendo leyes para limitar el derecho a votos de las minorías o que prohíben en las escuelas libros que hablen de la esclavitud, el racismo o las teorías no bíblicas del origen del universo. Esta misma semana, el gobernador de Texas anunció que iba a recurrir la ley que desde hace cuarenta años obliga a los estados a ofrecer educación a todos los niños: esto, evidentemente, no va contra los niños engendrados por padres de testículos bronceados, sino contra los hijos de inmigrantes.

Poco a poco, pero sin pausa, el sueño americano se está transformando en una pesadilla. Y la normalización de estos despropósitos antes casi impensables comenzó, no lo olvidemos, con el ánimo de integración y la avaricia de votos de aquello que se dio a conocer como Tea Party, que a finales de la primera década del siglo apareció como un movimiento casi pintoresco pero acabó por arrastrar al Partido Republicano, que situó a la estrambótica Sarah Palin como candidata a la vicepresidencia.

Ella no cuajó, pero sí su discurso y, sobre todo, su agenda, que se abrió pasó en el debate político y social. Fueron aquellas aguas las que llevaron al lodazal de Trump, las que crearon el hábitat para que él y sus actuales herederos fueran aceptados como una opción razonable y no como los enemigos de todo lo que hasta entonces personalizaban en el imaginario colectivo los EE.UU.

Como estamos viendo, de poco sirve que Trump haya sido expulsado de la presidencia. Hasta el Partido Demócrata ha blanqueado buena parte de su producto, y EE.UU. es hoy una nación estupefacta que vive una segunda guerra civil por las libertades y la desigualdad, un imperio en decadencia ensimismado que debate sobre la esclavitud y la inmigración, sobre su propia esencia. Viene todo esto a lo que está pasando exactamente ahora en España con un movimiento, porque ni partido creo que se pueda llamar, como Vox, declaradamente antiliberal y antidemocrático. También anticonstitucional, dados los cambios en el texto fundacional que implican sus propuestas, aunque esto me importa menos.

El debate parece limitado a si entran o no en las instituciones, como ha pasado en Castilla y León y pasará probablemente en Andalucía. También en el Gobierno central si Alberto Núñez Feijóo lo necesita, no hay ninguna duda: "Si no les gusta que les llamemos ultraderecha, no se lo llamaremos", ha dicho, conciliador, preparando el camino.

Pero que Vox entre en las instituciones como socio minoritario de un gobierno no es lo más grave. Son muy vagos, complacientes y no tienen proyecto alguno más allá de cuatro o cinco consignas generales; además, se les puede desalojar cada cuatro años. Lo realmente alarmante es que, gracias en buena parte a políticos que se niegan a llamarles "ultraderecha" y a los Tucker Carlson nacionales, su discurso de odio se está normalizando y su agenda marca buena parte del debate.

Si permitimos que los cojones se impongan a las razones, es momento de poner nuestros escrotos cara al sol.

Comentarios