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Moverse en una dirección

BIG LITTLE LIES, segunda temporada, no es tan redonda como la primera, a pesar de tener como reclamo a Meryl Streep, que pone, en todo lo que hace, su impronta de excelencia. Merece la pena, por tanto, observar las dotes interpretativas de esa mujer y fijarse en los matices que aporta a su personaje. La serie sería peor si ella no estuviera.

El guion es otra cosa, avanza con dificultad entre los episodios y si avanza es, en su mayor parte, porque posee aún el impulso de la primera temporada. Claro, como con las demás cosas, el pasado no sostiene el presente, y una historia no debería nutrirse únicamente de lo que fue, sino servirse de esa valiosa fuente de información para presentar algo nuevo. Lo que parece es que el enfoque narrativo es un poco condescendiente en cuanto a la vida de las mujeres protagonistas, como si alguien se hubiese compadecido de ellas y, en vez de hacer estallar conflictos, individuales y grupales, lo único que ocurre es que han decidido hacer el bien y, en compensación, la vida pone las cosas en su sitio a su alrededor.

El personaje que contrasta es el nuevo, el de Mery Streep, que sirve en este caso para afirmar todavía más la elevación moral del resto. El final queda abierto y preparado para la tercera sesión cuando debería ser eso, pero no solo eso.

Debería haber más monstruos de los que hay, en esta serie. Sus episodios son demasiado complacientes, como si estuvieran pensados con el único objetivo de hacernos sentir a gusto y en paz con la humanidad. Es una opción, evidentemente, de quienes crean las historias. No es la mejor, en mi opinión, para hacer de las historias una provocación, un cuestionamiento, una grieta en alguna parte. No tiene tanto que ver con el tipo de narración o con el género narrativo, sino, más bien, con la ausencia de un enfrentamiento a la altura de las circunstancias. Si se trata de drama o de comedia o de terror o de aventuras corresponde a otra clase de decisiones, pero sí es cierto que todo lo que se cuenta ha de llevar asociado un conflicto lo suficientemente profundo como para conducir a quien se introduce en él, a un cambio o, al menos, a un movimiento, en cualquier dirección. Esta segunda entrega de Big Little Lies te deja en el sitio y no precisamente en el buen sentido.

Viene al caso un libro que recién termino y que animo acaloradamente a leer, de Stephen Dixon, titulado Historias tardías, editado por Eterna Cadencia (editorial que recomiendo, tanto por su gran catálogo como por su mimo en el tratamiento del producto-libro: se abre y se lee con la certeza de quien se sabe privilegiado). Es un ejemplo brillante de cómo la utilización del pasado sirve para crear historias presentes, vívidas, tremendas.

Son relatos que tienen un mismo protagonista y se basan en un mismo punto de partida, que es desde donde arranca el conflicto. Pueden abordarse por separado —y casi mejor, por la intensidad el drama— o leerse de un tirón. Es un libro que genera batallas que vienen y van a todas partes, que no deja resquicio ni para la condescendencia ni para la compasión. Es una historia que no solo te mueve, sino que te arranca de dondequiera que estés y te empuja por caminos diferentes, quizás fronteras, quizás abismos.

Los temas que se tratan en Big Little Lies no son asuntos banales. Sin embargo, casi se convierten en excusa para perdonar a sus personajes, para darles la bendición, cuando, por el contrario, tendrían que ser —como en el libro de Dixon— la llave que permite el paso a las, por veces, oscuras, frías, terribles estancias en las que, en múltiples ocasiones, habita la verdad. En el libro, la vejez, la soledad, la enfermedad —su amenaza—, el amor, la pérdida.

En la serie, la violencia contra la mujer, la falsedad, la apariencia, el amor, la soledad, la pérdida. Lo que, en un principio, con los episodios iniciales, se planteó como una historia que estaba detrás de la historia que se tenía delante al primer golpe de vista, en el siguiente abordaje narrativo se fue olvidando lo que estaba oculto para centrarse la justificación de lo primero que se ve.

Eso conlleva un giro de planteamiento y un abandono de todo precipicio. Pisar terreno seguro (contratando a Meryl Streep) puede salir bien y, de hecho, muchas veces sale bien. Sin embargo, lo que se deja atrás es el temblor del riesgo, es el estremecimiento que provoca el estar ante algo desconocido, que impresiona, que confunde, que atrae irremediablemente.

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