Blog | El portalón

Milhoja sentimental

Veo superpuestas las imágenes de la calle que es y la que fue en mi infancia

MIRO POR LA ventana. Hay ventanas de aluminio y fachadas grises o de colores desvaídos, pintadas hace mucho con una tiza en las últimas. Hay árboles vacíos, como esas ramas presuntamente artísticas que decoran las tiendas de diseño desde jarrones en el suelo, gente cruzando con el cuello hundido entre los hombros, una tromba de agua que enseguida embalsa. Después de llover, la calle es aún más fea.

Hubo un tiempo en el que fue casi un mundo y abandonarla equivalía a viajar. Hoy la piso y es un poco las dos cosas. Aún me reverbera el pasado, la nostalgia y las mentiras de la memoria. Era entonces una calle más hermosa, sin ser gran cosa, porque en ella podía pasar de todo. En realidad, porque lo que pasaba, bien poco, pasaba ahí.

Ilustración para el blog de María Piñeiro. MARUXAQué pequeños son los decorados de nuestra infancia y qué fácil era conocerlos milimétricamente a fuerza de repetición. Había una circunferencia de tierra que producía flores amarillas. Las arrancábamos y salían otras nuevas. Y otras y otras. Había portales con escalones altos, disputadísimos para posar el culo la tarde entera, sentarse, comer la merienda y dejar que la inercia te llevase hasta la cena. Había una zona de adoquines rotos, con un badén en la acera, donde no se podía hacer nada y había explanadas donde se concentraba toda la actividad balonística, con lista de espera por hacer uso de ellas y peleas por no acatar el orden de reserva.

Había también una tienda de señor con mandil y boina, presidida por un mostrador de mármol pulido por el paso de las manos y las monedas y los paquetes, que siempre se envolvían en papel. Solo el mármol de las esculturas brilla, el de las cosas que se tocan siempre es opaco. Cerró pronto, cuando mi cabeza empezaba a superar el hito del mostrador sin usar las puntillas. Allí compraba a escondidas todo el chocolate que podía y lo tragaba sin masticar, con ansia. A los cinco minutos empezaba a rascarme en la cara interna del codo y detrás de las rodillas, la más pura manifestación de ‘dolorgusto’, como llama mi amiga María a las cosas que lastiman y encantan, todo a la vez. Al pie de las escaleras repetía durante varios minutos, adelantando trabajo, y entraba en casa con los brazos detrás de la espalda, oculta la prueba del delito. Tenía prohibido ir a la tienda a comprar nada que no fuera un recado, pero quién acata tal norma.

El primer día con alergia es el primer día de primavera. La con gestión me avisa de en qué día vivo y me abre los ojos a todas las minucias en las que se manifiesta y que me habían pasado desapercibidas tras cortinas de agua y vientos ciclogenéticos. Este año empezó en miércoles.

En mi calle había una farmacia que sigue en pie. Fui este miércoles llorosa y reviví las tardes pasadas. Como en una milhoja sentimental, estoy aquí y ahora comprando pastillas y estoy allí y entonces oliendo aquella fragancia medicamentosa, mirando cómo se despacha. Toda la vida, toda, me van a gustar las farmacias gracias a esta farmacia.

La farmacéutica me dice que hay ya mucha gente en un estado como el mío y yo le digo que parece mentira, con este tiempo. Señala con el dedo al escaparate y, al otro lado, veo un arbolito raquítico con tres flores rosas.

Por la tarde, nada más poner el pie fuera las vuelvo a ver. Saber que están las ha convertido automáticamente en más grandes. Camino con la cabeza acolchada por efecto del antihistamínico y me pregunto cómo puede ser que desee tanto irme de aquí y, al mismo tiempo, quedarme para siempre

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