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Vivir para contarlo

En las guerras se tienen necesidades extraordinarias y de lo más prosaico

CON LAS GUERRAS siempre pienso en lo extraordinario, y lo común, de la vida que sigue. No solo eso de "el mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos" de la atontada de Ingrid Bergman en Casablanca —película que acaba como tiene que acabar pero da una rabia tremenda— sino hechos más prosaicos y diarios. Hacer una tortilla, conectarse a Internet, dejar que los niños vean diez minutos más de dibujos animados.

Pienso en los londinenses sacando la cristalería buena para brindar bajo las bombas del Blitz, en su búsqueda incesante de medias con costura o naranjas. Pienso en los diarios de guerra de Vere Hodgson que leí durante el confinamiento, magistralmente titulados Pocos huevos y ninguna naranja y que compré precisamente por el título.

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Inciso para escritores: cuidadito con los títulos. El público impresionable, entre el que me encuentro, es muy capaz de pagar 18,95 euros y hasta 23,40, si se tercia, por títulos evocadores de obras de las que nada saben. Así me compré yo Amigos que no he vuelto a ver de Vidal-Folch o El dinero de los demás de Cartwright y no me ha ido tan mal.

"Pocos huevos y ninguna naranja" miente porque sí que hay alguna naranja. La escritora encuentra en una tienda unas cuantas y el tendero le regala un par más que se empezaban a echar a perder. A cambio ella hace mermelada y le regala un bote. En fin, que al final hay bastantes naranjas.

Cada entrada del diario es una mezcla de la descripción de las desgracias del día —qué bombas han destrozado qué, quién ha resultado herido— y una generosa ración de la vida que sigue. Cuenta cuando no ha podido dormir por los ataques y a veces lo hace como si fuera un mero insomnio pesadillesco, provocado por lo subconsciente y no por lo plenamente consciente como aquel. Visita a su tía y se la encuentra secando almendras junto al fuego, comparte con otros familiares una cena que describe como "suntuosa" porque incluye tomates, intenta razonar con su gato para que no salga de casa advirtiéndole de que "peor estaría en Stalingrado" y, día tras día, menciona tal o cual árbol empezando a florecer.

Tiene que ser muy difícil pensar, a lo largo del mismo día, en que quizás de esta no salgas y en qué vas a cenar; correr al refugio y, al regresar, regar las plantas; pasar un miedo cerval y, después, dormir y quizás soñar. En las tragedias, en las tragedias de verdad, de las que muchos vivimos solo pequeños fragmentos a lo largo de nuestra vida, se vive tal suspensión de la realidad que se aspira a una cancelación de todas las servidumbres físicas y sociales. Se querría no necesitar comer ni beber ni dormir, practicar la catatonia o la absoluta acción para pelear y huir pero sin pensar, no enrocarse en los deseos ni que la mente nos trajera recuerdos felices que ya no sirven para nada, igual que los gatos dejan a los pies de sus amos un ratoncito recién atrapado, esa prueba de amor inútil. Qué hace esa mujer con el roedor y qué hace el habitante de un país en guerra con la alegría de unos meses o semanas atrás. Para qué le sirve ahora, se pregunta, sin percatarse de que, en realidad, prueba que sigue vivo.

Somos ese batido de pasado, presente y futuro, de la inexorabilidad del destino y de la voluntad, de la angustia existencia y la más pura necesidad terrenal. Mientras sufrimos, seguimos viviendo, seguimos en marcha, seguimos necesitando.

Mencionaba el periodista Assía en sus crónicas de la guerra desde Londres la proliferación del tipo "salvado milagrosamente", al que la bomba rozaba y hasta hería, pero sin matar y cómo este, en cuanto se sacudía el susto, buscaba a sus amigos para contarles que se había "salvado milagrosamente" Los había que se salvaban milagrosamente tres, cuatro, cinco veces. A veces parece que de lo que se trata todo esto es de vivir para contarlo.

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