Blog | El portalón

Viajeros sin cinturón

Crecimos haciendo lo contrario de lo que hacemos con nuestros hijos, pero la OMS nos quiere recordar que no somos invencibles

TENEMOS LA SENSACIÓN de ser durísimos, como piedras, de pasta especial. O de que el resto del mundo es blandengue, exagerado, sobreprotector.

Repetimos como letanías eso de que fuimos niños en asientos traseros sin cinturón. Nos tumbábamos y como los coches eran entonces tan estrechos como nosotros bajitos nos daba para ver el cielo por una ventanilla y asomar el dedo gordo del pie por la otra mientras gritábamos cada cinco minutos ¿falta mucho?

Jugábamos durante horas en la calle sin que nadie supiera dónde estábamos, haciendo llegar para tranquilidad de los mayores alguna risa lejanísima. Ningún jardín ni acera eran buenos si estaban cerca. Había que coger las bicis e investigar nuestras afueras, que, ahora lo sabemos, en realidad estaban ahí al lado. La forma en la que encogen las distancias es síntoma inequívoco de haber crecido.

Al colegio llegábamos solos. Salvo el primer día, en el que iban muchos mayores, en el patio de entrada solo había niños que habían caminado bajo la lluvia para estar allí siguiendo dos premisas: mirar al cruzar y no aceptar caramelos de desconocidos. Jamás un desconocido nos hizo tal oferta.

Después de meses de ese páramo descaramelado íbamos a la playa con manguitos precarios, o con una burbuja, invento del demonio que se giraba inoportunamente y nos dejaba dentro del agua la única parte del cuerpo que era preciso mantener fuera: la cabeza. Salíamos a la arena frustrados y solo nos dejábamos aplicar crema solar sobre los hombros "porque es donde da el sol".

Íbamos en bici sin casco y cuando nos caíamos nos volvíamos a subir a ella para ir a casa a llorarle un poco a mamá, para llorar donde convenía y no andar perdiendo lágrimas en cualquier sitio. Pedaleábamos con la boca fruncida hasta llegar y al abrirla caía el torrente.

Veíamos la tele entre la humareda que emitían nuestros padres. Nos quejábamos de lo mal que olía, exigíamos promesas de abandono que tardaba en llegar o no llegaba nunca para, una vez en la adolescencia, tener las santísimas narices de empezar a fumar nosotros. Pese a los lloriqueos, el olor de la pipa paterna nos hace sentir en casa. Ese efecto durará toda la vida. Es una magdalena perfecta.

Tomábamos chucherías misteriosas, cuanto más raras más nos gustaban. Nos llenábamos la boca de Peta Zetas y la acercábamos bien abierta a la oreja de nuestros amigos para que oyeran el estruendo que se armaba en nuestro interior. Los chicles tropicales nos transportaban al Caribe aunque en realidad sabían a medicina para el catarro.

Jugábamos con cosas peregrinas. Unos polvos que se convertían en peces mágicos al contacto con el agua, el blandiblup, masa fosforita que se reducía solo de manosearla y se llenaba de pelusa. Siempre nos metíamos una porción enana de todo en la boca como si saborear fuese nuestra única forma de reconocimiento y hubiese que masticar a la gente antes de decidir si nos caía bien o mal.

Nuestro favorito era el mercurio, que guardábamos en un tubito opaco y sacábamos a pasear por el suelo de casa. Queríamos romper uno tras otro todos los termómetros del mundo para conseguir una pelota de mercurio como un balón de fútbol. El termómetro digital nos pareció un miserable sustituto. Cuando conocimos la historia de las Chicas del Radio supimos que nos hubiéramos comportado como ellas. También nosotros nos hubiéramos aburrido de pintar durante horas y horas las manecillas de relojes de muñeca con pintura radiactiva que brilla en la oscuridad, apretando entre los dientes las cerdas del pincel para que fuera más preciso.

También nosotros nos hubiéramos dedicado en los descansos a colorear uñas y dientes y a apagar las luces para verlos refulgir. También nosotros hubiéramos acabado enfermando, claro, porque la ignorancia es cruel y nuestros restos seguirían brillando eternamente.

Somos duros, pensamos a veces. Hemos llegado hasta aquí haciendo justo lo contrario de lo que hacemos con nuestros hijos. Parece que seguiremos haciéndolo.

Seguiremos comiendo chuletones, churrasco y codillos. También butelos y chorizos, que "los de casa no hacen daño". Total por ese cocido, todal por esta androlla, total es mi cumpleaños, total es Carnaval. Leímos el informe de la Organización Mundial de la Salud y temimos por el jamón. Los ingleses temieron por el bacon del desayuno, los alemanes por las salchichas, los americanos por las hamburguesas... somos todos iguales. La OMS no tiene ninguna oportunidad con nosotros.

A vosotros, que ibais sin cinturón, jugadores con mercurio, os digo: la OMS lo sabe. La OMS no quiere que dejes de comer carne. La OMS lo que quiere es que comas menos. Que no comas cocido y cenes un bocadillo de jamón. Que metas más verde. Que sepas que, pese a la ausencia de cinturón y crema solar y, aunque hayas llegado hasta aquí, no eres invencible.

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