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Un verano de mierda

DECÍA MARUJA Torres que las redacciones eran como un útero, un lugar seguro en el que encontraba cierto consuelo hogareño también en los días tontos y tristones, en los de las calles vacías, en domingos de invierno cuando anochece tan temprano que parece ser ya lunes.

Yo leí sus memorias en la veintena y pensé que menuda imagen, que qué exageración, que tremenda capa de morriña bienintencionada hay que echarle al lugar de trabajo para verlo así, que qué cosas tienes, Maruja. A esa edad me encantaban las anécdotas que contaban los periodistas en sus libros, pero las consumía con desconfianza, sospechando que exageraban, pensando que entre lo que había sido y lo que estaban contando había demasiada benevolencia y añoranza.

Leía a los que se referían a sus compañeros como a una gran familia con la ceja levantada, con el qué me estás contando a punto de caerme de la boca, con el rictus tenso, con todas las manifestaciones físicas del más puro descreimiento.

Y ahora estoy aquí, en este verano de mierda, diciendo que sí a lo de la redacción como un útero y a lo de la familia. Han pasado 20 años y todavía soy periodista y ya soy nostálgica. Así estamos.

Un año, y después otro y otro, he ido a trabajar a ese lugar al que entro sin miedo y del que salgo sin miedo, con ligereza. Y también un año, y después otro y otro, he compartido aire viciado, risas tontísimas, secretos ridículos que solo nos interesan a nosotros y discusiones a gritos con la misma gente. Y penas. De esas, también muchas.

Cuántas veces me han desesperado. Cuántas veces les he llamado, por dentro, imbéciles. Cuántas veces se lo he llamado también por fuera. Cuántas veces han hecho lo mismo conmigo. Cuántas veces al día siguiente de esos intercambios hemos hablado de si un ministro se tiñe, o de cuánto mide en realidad Sarkozy, de esas cosas fundamentales, y ya no me han parecido tan imbéciles. O nada imbéciles. Si eso no es una familia, yo ya no sé qué es.

Hemos llegado juntos, con toda nuestra imbecilidad intacta, a este verano de mierda, a tener que ver marcharse a Vaqueiro y a Elías. Hemos tenido antes otros veranos de mierda: el de Pilar Peruga, el de Miguel Otero, el de Víctor Villarabid, el de José Alonso, el de Ángel Calles... Y ahora este.

Primero nos dejó Vaqueiro, uno de esos tipos altos que siempre camina un pelín encorvado, casi nada, como si le diera vergüenza acomplejar a otros con su mera presencia. En Suecia no hubiera lucido ese tic. Tenía una cara eternamente joven, lo cual debió de ser un problema cuando empezó a ejercer porque iría a entrevistar a conselleiros y estos dudarían de si se trataba de un chaval que subía nota escribiendo para el periódico de su instituto. Ahora ya no lo era. Ahora, bajo su pelo canoso, debía de ser una ventaja.

Vaqueiro, que se llamaba Ángel, sufría de esa cruz que supone tener un apellido rotundo. Vaqueiro, Vaca, La Vaca, incluso Vaqui le hemos llamado y él nos ha dejado hacer, lo cual demuestra una suerte de santidad. Respondía por todo.

Tenía una memoria prodigiosa para toda esa información inútil que te salva la vida. Una cabeza así como la suya, con ese maremágnum de datos y listas y anécdotas, no se queda desfasada nunca, no hay Google ni Wikipedia que le haga sombra. "Pregúntale a Vaqueiro" era una forma muy lícita de contestar a cuestiones imposibles, que habían rodado de uno a otro sin consuelo. Morían en él. Él sí sabía quién era el dos de la lista del BNG en Negueira de Muñiz en aquellas elecciones. Nos fastidiaba que librase porque a quién le íbamos a preguntar y cuando se fue a trabajar a Santiago le seguimos preguntando. No sé cómo lo hacían en otros periódicos sin él y tampoco sé muy bien cómo lo haremos nosotros.

Y ahora Elías, con ese físico de Papá Noel jovencito como si estuviese media vida preparándose para una llamada desde Laponia, acaba también de irse. Elías era un hombre tímido, de rutinas reconfortantes, de pocas palabras, de toda la retranca del mundo concentrada en ellas; serían escasas pero merecían la pena. Un verano le tocó de becario un chico grandullón, con cara de buenazo y parquísimo. Se daban instrucciones monosílabas y daba gusto verles entenderse, era como tener a Elías hablándole a su yo mozuelo.

Haciendo el cierre nos pedía las páginas a gritos. Miento: más bien a grito, con uno solo. De verdad creo que la próxima vez que alguien nos grite así lloraremos todos a una, será tal la añoranza.

La gente muere y la que queda dice eso de, al final, lo que importaba era que era una buena persona. Pero no importa al final. Importa todo el rato, el durante; importa la consistencia de la bondad, ser capaz de conservarla pese a los hartazgos y los cansancios.

Vaqueiro y Elías eran de su familia y de esta nuestra, eran buenos periodistas y buenas personas.

Y también unos imbéciles. A quién se le ocurre irse tan pronto.

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