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Un país de bonsáis

La envidia es un pecado de escritores que da para enjundiosas lecturas

etxebarria

"El país es una gran máquina de crear bonsáis, personas pequeñas que sean decorativas y que, sobre todo, no destaquen", dice Marina Porras en su breve tratado sobre la envidia (Fragmenta, 2019) que leí relamiéndome. Qué hallazgo de imagen la de ese paisaje de arbolitos cultivados y convenientemente podados para encantar, nunca epatar. 

Por país se refiere a Cataluña, pero evidentemente vale para todos porque cuál se libra de esa cruz. Explica que detrás de alguien que quiere sobresalir siempre hay un ejército despreciándolo y advirtiéndole de los peligros de la sobreexposición y cita a Pla: "Solo la mediocridad es socialmente plausible".

Igual que se me hace físicamente complicado no comprar un libro cuya faja califica de "delicioso", adjetivo pegajoso pero irresistible que en cuanto leo me produce el reflejo pavloviano de agarrar la cartera, si me entero de que otro va sobre la envidia ahí me tiene, como un clavito. Porque leí en un artículo que destilaban envidia me compré los diarios de Laura Freixas de finales de los 90, Saber quién soy (Tres Hermanas 2021), que obviamente tienen cero menciones a la transexclusión de la que ahora hace gala pero toneladas de esa envidia purísima de los escritores ambiciosos que no acaban de llegar a donde quieren.

El fenómeno envidioso que más me interesó fue el que tuvo con Lucía Etxebarría. Eran (parecían) colegas con una relación cordial y hasta cariñosa. Etxebarría lee la novela que acaba de terminar Freixas y la alaba sin ambages, la considera mucho mejor que la anterior y, por teléfono, le explica las razones. En esa misma llamada, Freixas le cuenta todas las salvedades que ha encontrado a la de Etxebarría, todos los sí, pero no, puntillas. Nunca reconoce que la envidia, pero le reserva siempre en sus notas unas coletillas tan reveladoras que parece que lo gritara ("Lucía es encantadora, pero una bocazas", "Estaba Lucía, vestida horterísima, como siempre que intenta ponerse de postín") y la juzga con una dureza que, hay que decir, también se aplica a sí misma.

Freixas quiere ganar el Nadal o al menos colocar bien la novela. Etxebarría también. Un país entero (de bonsáis) quiere ganarlo. Si no se sabe nada, o no se recuerda, del panorama literario de los 90 no viene mal ver Generación Kronen de Luis Mancha en Filmin, un documental deslavazado pero elocuente de esos años con el que enseguidita se entiende la pasión generalizada por el Nadal. Pedro Maestre lo ganó en 1996 con Matando dinosauros con tirachinas, novela de la que vendió 80.000 ejemplares —tiradas de las que ya no hay— y gracias a la que, entre bolos, adelantos y colaboraciones varias, se embolsó en el siguiente lustro entre 30 y 35 millones de pesetas, con los que se compró una casa en su pueblo y drogas.

Etxebarría cuenta a Freixas que ha presentado su novela al Nadal a espaldas de su agente porque creía que promocionaba a otro escritor con más ahínco que a ella. Freixas, cuya agente también ha presentado su obra al premio, le augura el tiro por la culata. Como ya sabemos Etxebarría gana el Nadal y, con las dos entradas del diario justo antes y después del fallo Freixas te rompe un poco el corazón.

Por la tarde, asume que no tiene posibilidades. "Haber aspirado a más desvaloriza secretamente lo que sí tengo", admite. De madrugada, tras la noticia, cuenta que no quiere apagar el ordenador e irse a dormir "antes de haber extraído por lo menos alguna piedrecita brillante, algún buen propósito de tanto carbón como tengo ahora mismo dentro". Barrunta sobre todas sus fuentes de felicidad, sobre sus privilegios y se afea que le amargue tanto "una sola cosa que no tiene". Creo que no acaba de conseguir lo de sacarse algo positivo del interior antes de plegar velas.

Porras tiene muchísima razón: "La envidia es, claramente, un pecado de escritores".

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