Blog | El portalón

Un fontanero bueno

Artículo dedicado a quienes corrigen nuestro optimismo con su pesimismo y al revés

HACE UNOS meses entré en el portal y encontré el suelo encharcado de agua limpia. Sobre una baldosa, muy centrado, un ratoncito, pequeño como un meñique, ahogado por hincar el diente en el sitio equivocado. Empezó entonces la ronda de llamadas, que como era festivo se eternizó. Esta consiste en responder a extensos cuestionarios sobre cosas que desconoces, como el origen exacto de la avería y sus peculiaridades, para después ser informada de que ‘hoy, imposible’ y de que ‘mañana va a ser complicado’. Justo la clase de conversación que disfrutas más con agua fría manando bajo tus pies, salpicada de roedor flotante. Hay que apreciar las pequeñas cosas de la vida.

A través de un amigo que llamó a un amigo que llamó a un conocido, conseguí el teléfono de Manolo, que, ni cuestionario ni nada, se lanzó directamente al ‘hoy, imposible’ para después arrearme con el ‘mañana, complicado’ y sin pararse a coger aire un ‘estaré ahí a las diez’. Me ayudaron a encontrar dónde cortar el agua y esa noche me lavé los dientes lujosamente con Solán de Cabras.

Al día siguiente, Manolo se presentó un poco pasadas las diez porque no encontraba dónde aparcar, con una bolsita como de usuario de gimnasio, pero frugal, de los que va a hacer, qué sé yo, yoga y solo necesita pantalón y camiseta, nada de zapatillas con cámara de aire. La suya tenía un montoncito de herramientas.

Entramos después en una dinámica fascinante, consistente en que él me explicaba muy despacio lo fatal que iba a salir todo, lo complicadísimo que iba a ser arreglar la tubería agujereada y lo muchísimo que se iba a prolongar aquello. Me lo repitió varias veces para que se metiera en la cocorota: no había muchas posibilidades de acabar aquella mañana. La segunda vez que decía las cosas levantaba un poquito más la voz y, la tercera, más todavía. Acto seguido, arregló la avería en diez minutos. 

No se quedó satisfecho. Aquello era una solución provisional, anda que no había posibilidades de que se repitiera todo. Y de que fuera peor, dijo. Mucho peor, insistió. Muchísimo peor, remató. En un giro de los acontecimientos, enseguida concluyó: "Puede que aguante". Por si acaso, se comprometió a volver. Cuadrar la agenda se hizo un mundo, andaba muy liado, tenía que ir a varios sitios, todos alejados unos de otros y, especialmente, de mi portal, que le quedaba muy a desmano. La cita podía tardar semanas. "O meses, fíjese lo que le digo, o meses", me comunicó apesadumbrado, hablando despacísimo. Al final, dijo que esa misma tarde lo haría.

Para cuando volvió yo ya me había acostumbrado a su disposición apocalíptica y le seguí en sus negras predicciones a donde quisiera llevarme. Asentí a cada terrible posibilidad y hasta le subí la apuesta, donde él ponía un ‘quizás’ para un futuro encharcamiento yo le presentaba un ‘seguro’ y sin darle tiempo a nada un ‘cómo no va a pasar, fijo que pasa’. Esa nueva actitud mía, hasta ese momento esperanzada de que se tratara de un caso puntual y excepcional, irrepetible, lo pilló con el pie cambiado y no reaccionó enseguida. Pero, cuando lo hizo, qué maravilla. De repente, había luz al final del túnel, quizás la tubería durase eternamente, probablemente acabase enterrándonos a los dos y siguiese llevando agua en su interior sin derramar una gota. Manolo, esa clase de persona que creía evitar disgustos ajenos advirtiendo de las grandes probabilidades de que todo saliera mal, se convirtió en un optimista ante mis ojos. Por compensar.

Nos cobró a cada uno de los tres vecinos menos de diez euros y, aunque le insistimos en los dos desplazamientos, no quiso oír hablar de subir la cantidad. "Seguro que tengo que volver pronto" -dijo- "O a lo mejor no". maruxa

Guardé su número en la agenda del teléfono y, para distinguir, le puse ‘Manolo, fontanero bueno’. A veces hago acotaciones así para no olvidar. A veces, son un error. A una persona que entrevisté hace tiempo por el hallazgo de dinero extraviado le llamé así, Dinero. Cuando me llamaba de vuelta y veía su nombre en la pantalla vibrante me acordaba de Chus Lampreave en ‘¿Qué he hecho yo para merecer esto?’, que tenía un lagarto de igual nombre, lo perdía y vagaba por el barrio con su nieto quinqui gritando a dúo: "¡Dinero! ¡Dinero! ¿Dónde estás, Dinero?".

Acabo de leer en ‘Una cierta edad’, de Marcos Ordoñez, que en 2011 el autor pide que le arreglen una persiana y le cobran dos euros porque había sido "poco trabajo". No da crédito. Quiere abrazar al persianero. "Me siento como si hubiera viajado hacia atrás en el tiempo. O hacia el resplandeciente país de los hombres honrados. Son cosas que apetece apuntar en un dietario", escribe.

La intervención de Manolo, fontanero bueno, también. Por lo menos en un artículo.

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