Blog | El portalón

Todos, fatal

Este año pandémico hemos envejecido por encima de lo previsto

He pasado media semana haciendo una encuesta informal, que son mis favoritas. Yo me la guiso, yo me la como, yo concluyo que todos estamos en el mismo barco y eso me consuela estúpidamente. La cuestión es que, según mis exclusivos datos, en este año y pico de pandemia, hemos envejecido todos por encima de lo esperado, salvo dos personas que están a tope, en formísima, Dioses del Olimpo que han cruzado este Rubicón lamentable para llegar al otro lado como un año cualquiera.

El resto, no. El resto, piltrafas. Hay quien ha engordado, hay quien ha encanecido; hay quien percibe el cerebro colador, al que atraviesan cosas y tal como entran salen. Y hay quien sufre todo a la vez, multisintomático, como yo misma que no me conformo y peso más, tengo más pelo blanco y se me han recubierto los interiores cabeciles de teflón, nada se les adhiere.

Eso es lo que peor llevo: la dificultad, a menudo imposibilidad, de concentración. Yo antes tenía una idea, señores qué tiempos aquellos, y la amasaba como quien hacía pan. Primero la cogía y le daba vueltas mientras la miraba como Miguel Ángel al bloque de mármol. No le sacaba del interior el equivalente a lo que él extraía del bloque, tampoco voy a mentir, pero algo sí, esquirlas. Si la idea me resultaba especialmente seductora me rondaba días, hasta semanas, y me abría caminos, autovías y caminitos como arañas varicosas. En qué sitios acababa, madre mía.

Ahora no. Tengo pocas. Las agarro como quien pilla una bayeta y la retuerce para escurrirla, pero están secas, apenas salen unas gotas. ¿Que qué hago con esas gotas? Pues dejar que se evaporen mientras las contemplo en una total inacción.

Todo esto me pasa mientras vivo en el absoluto privilegio de estar aquí y de estar sana que yo sepa, que es la mejor forma de tener salud, la del ignorante de sí mismo, que la da por hecha sin zarandajas y mucho observarse. Pero me siento acompañadísima, no solo por los resultados de la encuesta sino también por lo que veo, porque os veo y, hay que decirlo, estáis todos fatal.

El otro día contemplé una escena muy elocuente en el supermercado. Por supuesto que fue en el supermercado, que ya saben que no salgo de él, que no encuentro sitio como ese donde se escenifique de forma tan certera, atención a la horterada que voy a decir, el teatro de la vida. Estábamos varios en la cola de la caja y, en plena faena depositadora de pasta y kilos de manzanas, se encontraba un hombre de mediana edad al que seguro que le pasó encima la pandemia como una apisonadora, otro más. Emitidos todos los pitidos, la cajera dijo "54,75 euros" y él contestó "con tarjeta". La acercó y marcó con decisión los cuatro dígitos del pin. "Me da error", dijo ella. Repitió él la operación ya con un velo de duda en la cara. "Vuelve a dar error", dijo ella resoplando. Y entonces él, allí mismo, se nos desmoronó en público. Agarró la tarjeta y la miró reconcentradamente y, después, nos miró a nosotros, desconocidos en fila, y de nuevo a la tarjeta y otra vez a nosotros y nos dijo: "Es que no me acuerdo, no me acuerdo…", incrédulo de que le estuviera pasando a él tal cosa, que el número que había marcado dos trillones de veces en dos trillones de intercambios comerciales cotidianos sin importancia se le hubiera ido por los vericuetos del cerebro y se ocultase allí donde no llega la luz. Nos miró, rendido a la desesperación, como si nosotros se lo hubiéramos escondido, reprobándonos la jugarreta y a la cajera, estupefacto porque le pidiera ese esfuerzo, entonces ya sobrehumano. Guardó después la tarjeta en la cartera, dijo "volveré" y se marchó dejando atrás un reguero de bolsas llenas, prueba de su fracaso. Y en la puerta aún dudó, aún dio un paso a la izquierda para después girar sobre sí mismo e ir a la derecha con su mirada vacía. Todos, fatal. 

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