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Talento y moral

Plácido Domingo da una entrevista y utiliza la obviedad como justificación

UNA DESGRACIA del mundo de hoy es esa torticera asunción de que cada cosa tiene su contrario establecido, que todos conocemos y aceptamos como tal, de forma que si defiendes una implícitamente criticas la otra. Esto hace que, antes de decir nada, se tenga que advertir preventivamente de lo que no quiere decir, lo que promueve el aburrimiento supino y no la escritura desprejuiciada y chisporroteante a la que se aspira.

En fin, de lo que hablo es de que, como media España, he leído la entrevista a Plácido Domingo, artista como la copa de un pino y señor con una jeta como un piano. Domingo sigue llenando los teatros porque tiene un talento rebosante en un campo que no parece castigar a los que cumplen años, a los hombres que cumplen años. Hay que admirar su voz portentosa, la capacidad de su caja torácica para sostener y soltar cuando conviene un torrente estremecedor, la gracia de su interpretación y, en general, todo lo que es capaz de hacer con su aparato fonador. Esa gente respira distinto, está claro.

No me importa escribir todo esto de una persona de comportamiento deleznable porque, tras una época de dudas e introspección, he concluido que soy capaz de separar artista y obra y sigo disfrutando de las producciones que me gustan de señores de terribles, o al menos controvertidas, acciones. Esto lo comprobé con el científico método de probar una y otra vez. Mis dudas acabaron hace poco cuando volví a ver Manhathan de Woody Allen, en la que me volvió a pasar lo mismo que me había pasado las doscientas veces anteriores: me dio un poco de grima la relación de los personajes de Allen y Hemingway, un cuarentón y una universitaria. Siempre he pensado que ella resultaba demasiado joven para él y él, demasiado resabido para ella, de la misma forma que también me chirrió la diferencia de edad de los personajes de ‘Call me by your name’.

Lo que he percibido es que me voy creando opiniones y juzgando a los personajes de las películas que, cuando me gustan como estas, me mantienen dentro de su universo todo el tiempo, sin que se me cuele la vida real de los que las han ideado. Es decir, no ver una película de Woody Allen debe ser en mi caso una decisión previa porque gran parte de su obra me arrastra, me ancla dentro, me reconcentra la emoción y ya no pienso en nada más hasta los créditos. Si entro, me pierdo. Y así, he comprobado, me sigue pasando con todos, desde Foster Wallace, que tan imposible le hizo la vida a Mary Karr, hasta Domingo, acusado de acoso sexual por decenas de colegas.

Pero —este artículo tenía un pero esperando desde la primera línea— las personas son otra cosa. Me horrorizan las opiniones de Domingo en la entrevista y, muy especialmente, el terrible uso que hace de la obviedad. De verdad creo que habría que prohibir a la gente manifestar evidencias como si fueran justificaciones, como si probaran algo. "La mujer es lo más extraordinario que ha creado Dios. Todos venimos de una, somos hijos de una madre", dice. Empieza hiperbólico y acaba descriptivo y todo esto que dice no sirve a nadie para nada. Para rematarlo, concluye que "eso es lo mejor que se puede decir de una mujer". Qué dices, Plácido, qué dices. Cómo va a ser eso lo mejor que se puede decir de nadie. Eso no es lo mejor que se puede decir de la mujer, eso es una rotunda evidencia al nivel de que la mitocondria suministra la energía necesaria para la actividad celular y eso es lo mejor que se puede decir del ser humano.

La entrevista, al final, solo sirve para comprobar el tremendo desapego de este hombre con la realidad y mis reflexiones sobre el artista y su obra para concluir lo mismo que otros mil concluyeron antes que yo: el talento y la moral no tienen relación alguna.