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Regreso a la tibieza

Estamos programados para la adaptación hedónica, para volver siempre a un nivel estable de felicidad

A LA TENDENCIA a regresar a un nivel relativamente estable de felicidad poco tiempo después de un cambio positivo o negativo se le llama ‘adaptación hedónica’. Es lo que explica que, tras dos meses celebrándolo, los premiados en la lotería, esos que salen en la tele expansivos como si acabaran de familiarizarse con la metanfetamina, se sientan más o menos como antes. Es lo que hace que siempre acabemos en la tibieza, en el ni fu ni fa, en el aquí, tirando.

A la nueva vida que emprendemos después de un suceso así se le llama, engañosamente, adaptarse y mantenerse. Es lo que propicia nuestra disposición a las medidas insospechadas. Provoca que, viéndolo desde fuera, no entiendas nada; que, por ejemplo, no comprendas por qué demonios gente que tiene muchísimo dinero se lo lleva a Panamá para no pagar impuestos, aun cuando declarando a Hacienda en su país -del que a lo mejor es un cargo público o un rey, por decir algo al azar- seguiría teniendo mucho dinero. Pero menos, cierto. Menos.

Por tanto, a las cosas que somos capaces de hacer para seguir en el nuevo peldaño al que hemos subido se les llama, según el interlocutor, acciones estratégicas o absurdo extremo. Supone que los que estamos en uno u otro escalón no seamos capaces de descifrarnos mutuamente: uno considera su comportamiento consecuente e ineludible y el otro pone los ojos en blanco con solo oírlo mencionar.

La adaptación hedónica es una cruz y a la vez una bendición

Gary Sernovitz contó en un reciente artículo su ridículo caso, un ejemplo claro de lo extraño que puede ser el comportamiento de adaptación hedónica. Como viaja muchísimo en avión, una línea aérea lo seleccionó para entrar en el grupo de los más viajeros de entre los viajeros frecuentes, una comunidad minúscula elegida por un algoritmo de la compañía y cuya designación se revisa cada año: para seguir en ella hay que mantener el mismo ritmo de adquisición de billetes. A cambio, les ofrecen prioridad en el acceso a primera clase si queda algún sitio libre o conexión en Mercedes entre las terminales del aeropuerto, entre otras ventajas.

Los elegidos se sienten inmediatamente en la necesidad de mantenerse en ese grupo tan selecto, como le ocurre a George Clooney en Up in the air. Como era previsible, los que están en ese escalón solo parecen entenderse entre sí. Sernovitz no logró que su mujer asumiera con normalidad que se gastara 500 dólares en un billete que le podía salir gratis al tener puntos acumulados de sobra, pero sus compañeros viajeros sí se percataban de que tenía que seguir comprando billetes sin parar para poder mantener su status. Uno de ellos le confesó que, para subir el número de billetes adquiridos, hizo en un día tres vuelos de ida y vuelta entre los dos aeropuertos de Houston: bajaba del avión y volvía a subir, en bucle. El absurdo.

La adaptación hedónica es una cruz, pero también una bendición. Explica el ridículo de algunas declaraciones de famosos, en el pasado personas sencillas, reconociendo que no pueden vivir sin un chef particular o un manicurista, pero también casos únicos de superación. El relato de algunos niños supervivientes de campos de concentración asegurando que, mientras estuvieron dentro, también fueron felices se entiende gracias a ella. Gracias a ella, los que han pasado una guerra y dos, los que han perdido a seres queridos sin los cuales no imaginaban la vida, a los que han roto el corazón, quienes pierden un trabajo anheladísimo, los que enferman y pasan un doloroso proceso para curar, todos, volvemos después a suspirar.

Es lo bueno que tiene; funciona en doble sentido, arriba y abajo, aunque al descender nos cueste recordarlo y nos resistamos y seamos cargos públicos pidiendo a la gente que no defraude y, al mismo tiempo, con nuestra hucha de cerdito en Panamá y nos veamos volando entre los dos aeropuertos de nuestra ciudad para que no nos echen de un club en el que no hemos pedido entrar.

Nos lo ha dicho Heráclito, Jorge Manrique, Enya, Milena Busquets, cientos y miles de personas, cientos y miles de veces. Y se nos olvida, aunque sea el mensaje más básico de todos, el más sencillo, tan repetido: todo pasa.

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