Blog | El portalón

Querer creer

LA NIÑEZ incluye una época en la que sigues creyendo en los Reyes Magos, pero ya tienes dudas, dudas importantes, en bloque, evidentes una vez que ya estás al otro lado de la fe. No entiendes cómo pueden llegar a tantas casas en una noche, cómo suben a tu quinto piso en camello, por qué son mágicos y, al mismo tiempo, no te permiten cambiar la lista en el último minuto, qué magia es esa. Ese es el tiempo de los niños pragmáticos que van a la cabalgata a pillar caramelos, algo que se llevan, que no se quedan ojipláticos con Sus Majestades hasta que levantan el brazo y se les precipita el puñado, una lluvia de dulces en recompensa por la espera y la intemperie. Les arrojan chucherías y ellos les devuelven porqués. El encantamiento está empezando a deshacerse, pero en ese estado que es un poco de ya no creer y otro poco de querer seguir creyendo se puede aún vivir mucho rato. Es cuestión de voluntad.

El adulto también se pone a creer cosas solo porque quiere. Cuando el horóscopo viene bien dado, creo. En todo cuanto estudio sobre los efectos saludables del chocolate, creo. Que todo va a salir bien, creo.

Somos así, incluso los desconfiados, los escépticos, los que dan a todo mil vueltas. También aquellos para los que dudar es una obligación por contrato, confían a veces. No se puede vivir sin eso.

En la certeza de que ahí estamos un poco todos, desconfiando y queriendo creer a la vez, se mueven personajes como el padre de Nadia Nerea, la niña con tricotiodistrofia que parece haber sido la permanente fuente de ingresos de sus padres.

El caso es para no apartar la vista, un ejemplo paradigmático del fallo de todos los controles periodísticos, tanto de redactores como de editores; de la efectividad de las historias trágicas, cuando hay un personaje vulnerable y otro entregado; de cómo moviliza lo sentimental. De cuánto se quiere creer y de cómo lo saben los que quieren hacer creer a otros.

Los impostores, como este Fernando Blanco, son la prueba viviente de lo bien que funciona el incremento pautado, de cuántas cosas se pueden conseguir en la vida a fuerza de pequeños pasos aumentativos. El suyo es un esfuerzo continuado muy perverso, cierto, pero también lo es que ha sido efectivo mientras estuvo medido. Uno va dando un paso y luego otro y luego otro y el último está muy cerca del anterior, pero lejísimos del primero. Ahí está la clave de muchos logros vitales y también la marca de la casa de los mentirosos profesionales: parece mentira que una cosa tan simple sirva para tanto.

Si ahora estamos espantándonos con la montaña de trolas que fue colando a lo largo de los años es solo porque se volvió ambicioso y desdeñó su propio método, porque creyó que, si se le había querido creer hasta ahí, se podía crecer y subir los escalones de dos en dos, porque añadió a su historia habitual detalles tremendos como el de que había viajado con su hija a Afganistan para consultar a un investigador reputado que vive en una cueva, que tenía un cáncer de páncreas con metástasis hepática sin tratar y que Al Gore le había llamado por teléfono aparentemente solo para alabar su condición de "héroe". En fin, por abarcar demasiado. Mi apuesta es que sin esos añadidos a su historia habitual seguiría viviendo de la niña.

Hay en estos eternos mentirosos características fascinantes. Ese narcisismo, ese creer que llegan a donde otros no han podido, la intuición de que manejan los hilos de tantos que poco importan los escépticos, no son suficientes para cambiar opiniones. Pero ellos sí. También me impresionan esas vidas que no conocen la tranquilidad, qué saben ellos de la aburrida paz del paño sin doblar. Y, más que otra cosa, el valor ciego y cateto que les empuja a probar, a intentarlo. Mira que si cuela...

Mark Twain llegó a ser tan famoso que las cartas de esos jetas, aún seleccionándolas, han dado para un libro. Uno le cuenta que ha escrito un libro fantástico y quiere ganar dinero con él, así que le pide una frase suya para promocionarlo que dé a entender que es conocido en el mundillo literario. Le propone "Hay que comprarlo". Otro le cuenta también que es autor de una joya literaria que aún no ha visto la luz porque nadie se lo quiere publicar y se pregunta cómo puede ser que a Twain sí que le publicasen. Supone para él un "oscuro y maldito misterio". De estos dice el escritor que "probablemente tengan modestia y cerebro a partes iguales".

Pero los hay que, como el padre de Nadia, piden directamente dinero. Una que siempre ha vivido con muchos posibles y tiene una mala racha, le pide cien dólares. Otra, le hace una radiografía muy clara de la situación: "Usted es rico. Perder diez dólares no le hará infeliz. Yo soy pobre. Ganar diez dólares no me haría infeliz. Por favor, envíeme diez dólares". Sobre la carta, Twain escribe: "Ay, Dios".

La cueva de Afganistan sobre la cuenta corriente. Ay, Dios.

Comentarios