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Niebla cognitiva

Se nos van los nombres, las fechas, la atención y no es por el coronavirus

HABLO CON un amigo de Barcelona al que conocí en China. Me pregunta si allí no habremos pasado alguna infección de la familia coronavírica que nos esté esté protegiendo ahora, que si no recuerdo aquellos catarros que teníamos, que no se parecían a ningún otro. Claro que me acuerdo. Una tos absolutamente nueva, fruto de resfriados en clima seco, una primicia para él y para mí. Ninguno sabíamos de qué era capaz el aire desprovisto por completo de humedad, cero agua y todo polución. Cómo podía ser tan denso y pesado, con sustancia, casi masticable. Te dabas descargas eléctricas al tocarte fortuitamente con alguien y cuando te quitabas un jersey de lana la capa superior del pelo adquiría una posición de antena y así se quedaba mucho rato, captando mensajes de otros lugares más húmedos, más frescos, donde se respiraba con inconsciencia. Este era un aire promotor de extraordinarias toses para las que los chinos tenían dos remedios: beber agua caliente a todas horas y tomar medicina china.

La primera vez eché mano de mi muy occidental botiquín, muy chulita, con la certeza de que de los blísters saldría la solución a esa tos. Los días pasaron y la carraspera persistía. Me aburría ser la típica señora de la tosecilla, que empieza cada frase con un ‘ejem’, que hace ruiditos de apariencia juiciosa cuando otros hablan. Empezaba a tener dolores como de agujetas porque mi cuerpo se tomaba aquella perenne tos como si fuera ejercicio. Hice una encuesta con una minúscula muestra de amigos chinos y la respuesta fue unánime: para los catarros chinos lo único que valía era la medicina china. Fui al médico y eso me recetó. Unas pastillas con aire de herbolario y unas ampollas que tenía que beberme con la nariz tapada. A los tres días estaba como nueva. Tengo la certeza de que hubiera pasado lo mismo de no haber tomado nada. Lo que me había ocurrido era el mero curso de los acontecimientos.

El PortalónLas farmacias chinas son para verlas. Ahora recuerdo con otro espíritu su variado surtido de horrores, como los pequeños murciélagos disecados, con alas abiertas e insertados en un palito, una piruleta animal. Sus remedios obligan a diálogos extrañísimos. Por ejemplo, una vez acudí a una convencida de que tenía piojos. Era un caso claro de ‘cero pruebas, cero dudas’, que resultó finalmente ser ‘cero cierto’. Fui a la zona de medicina occidental de la farmacia pidiendo un champú y me señalaron el mostrador de la tradicional. Al llegar allí me preguntaron quién me había pasado los piojos, si un niño o una niña. El sexo del contagiador era clave para determinar el remedio. Finalmente mezclaron unas raíces que tenía que hervir para enjuagarme la cabeza con ese líquido. No tuve piojos. De nuevo me curó la realidad.

Mi amigo me cuenta que, oye, "quizás ya pasamos algo parecido porque eso que dicen de la niebla cognitiva, a mí me ocurre un poco". Que se olvida de los nombres de la gente, de las calles, que a veces está espeso y se pasa un buen rato pescando con un cazamariposas la palabra adecuada, que le flota entre otras muchas dentro de su cabeza. Que no hay manera, que no cae. Que otras veces le cuesta concentrarse, empieza una cosa y otra y otra, sin llegar a acabar ninguna, como si no le satisficiera nada lo suficiente como para quedarse. Que tiene conversaciones, y pensamientos, a saltos. Que si no será eso la secuela de un coronavirus del pasado. Que lo mismo pasamos en China algo parecido porque mira todo esto.

"Es la edad", le digo. Nos quedamos los dos unos segundos callados al teléfono, en señal de respeto por el paso del tiempo y, sobre todo, por la atención, que se nos ha ido en este 2020.

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