Blog | El portalón

Los cuellos

La vida no para de ponerme delante mis inquietudes

De la misma manera que las embarazadas se empiezan a cruzar con otras embarazadas por la calle cinco minutos después de sostener el predictor y que quienes llevan el brazo derecho en cabestrillo no hacen más que ver a otros fracturados —y a menudo, en una deliciosa selección visual, solo a los del brazo derecho— la vida no para de ponerme delante mis inquietudes.

Mis amigas y yo estamos en un momento en el que, como Nora Ephron, nos sentimos mal por nuestros cuellos. Si de toda su carrera —con una amplísima producción periodística— el más memorable es un artículo sobre el envejecimiento es porque tocó hueso. En él contaba cómo, a partir de determinado momento, quedaba para comer con sus amigas y todas llevaban jerseys de cuello alto o pañuelos, como Katharine Hepburn en ‘El estanque dorado’, porque son los cuellos los que las revelaban. "Las caras mienten, los cuellos dicen la verdad», defendía. A un árbol hay que cortarlo y contar los anillos del tronco para calcular su edad, pero eso es "solo porque no tiene cuello".

Todo llega y, de repente, somos nosotras las que no paramos de tener conversaciones sobre los cuellos. Los cuellos y las servidumbres de las mujeres, los cuellos y las exigencias del sistema heteropatriarcal, los cuellos y la inexorabilidad del paso del tiempo, pero los cuellos al fin y al cabo. 
"En las fotos jamás enseño el cuello", me dice una amiga, con toda la seriedad. Me reta a que lo intente, que lo busque en alguna imagen reciente y yo lo hago. No lo encuentro. Qué arte hay que tener para conseguir una galería exenta de cuellos, que, siento mencionar la obviedad, es una fracción de cuerpo bastante importante, una cosa que está en el medio de todo.

Después hablo con otra que anda preocupada por la futura eliminación de mascarillas en interiores, algo que va a pasar quién sabe cuándo. Dos años de constante aspecto preoperatorio la ha dejado preocupada por el derrumbamiento íntimo de su mentón. Por supuesto, no hay declive tal, pero ella se ha convencido de que cuando en el trabajo la vuelvan a ver a cara descubierta cada uno de sus compañeros va a reprimir un gritito de estupefacción, anonadados por su fulminante envejecimiento.

Yo lo que hago son profundos estudios de mercado sobre aparatos masajeadores de mandíbulas, leo recomendaciones y críticas subjetivísimas, analizo lo que aquel señor que tantas alegrías nos dio con sus delirios lingüísticos gustaba de llamar ‘los pros en contra’ de todos los dispositivos y concluyo, como siempre, que no quiero ningún aparato sino un masajista en nómina.

Al final acabamos todas hartas porque la extensiva observación de uno mismo es lo que tiene, que aburre y cansa. No sienta bien. Te sientes culpable por la frivolidad pero también por haber fallado en lo que Tolentino calificaba en uno de sus ensayos de optimización constante. La mujer de hoy (quién será esa) vive en la permanente mejora de una misma, en el control férreo de ella y su imagen y, ojo a lo retorcido del asunto, es esa vigilancia lo que le permite dar la impresión de espontaneidad y naturalidad. Trabaja para que parezca que no trabaja. Puede que lo más cruel sea precisamente eso: que el esfuerzo tenga que ser ingente, pero no se pueda notar porque, si lo hace, pierde valor. Si parece que le has echado horas a trabajar tu aspecto ¿no serás un poco superficial? Si has dejado que la naturaleza siga su curso ¿no te estás descuidando, no eres un poco perezosa? No hay manera de ganar.

Asumiento, entonces, que vamos a perder, ¿qué queda? Pues Ephron de nuevo, por supuesto. Dar las gracias por tu cuello y mirarlo con cariño porque vas a echar de menos su aspecto de hoy dentro de diez años. Quedamos para entonces, ‘empañueladas’ todas, y nos lo confirmamos.

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