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Libreros de Hong Kong

Para apuntalar la censura nada hay mejor que promover la contagiosa autocensura



LA CENSURA es de esos curiosos fenómenos que, una vez que echan a andar, se alimentan solos. No hay que empujarla constantemente, no hay que reforzarla, casi ni hay que ejercerla. No es un fuego que necesite que le soplen cada poco para no languidecer: si la prendes bien, arde sin descanso. Si acaso, una ramita de vez en cuando, no precisa más.

La ramita, el troncazo más bien, es el secuestro de los libreros de Hong Kong. Digo secuestro pese a la generalizada preferencia por desaparición porque ésta tiene un deje de elección que no se aplica aquí. Detención también valdría si se pusiera nombre en voz alta al motivo por el que sucede. Como eso no pasa, con secuestro me quedo.

Su historia es tremenda. Los cinco son editores de libros prohibidos en la China continental, donde a la mayoría se les perdió la pista. A uno lo fueron a buscar unos agentes a su casa de Tailandia, mientras estaba de vacaciones, y ahora llama a su mujer un día desde un teléfono de Togo, otro desde Croacia. Nada hay más angustioso que la cotidianeidad ejercida a la fuerza, que la sencilla prueba de vida que solo prueba eso, que se vive, sin mostrar cómo ni mostrar dónde. Ni cuánto.

No ha sido hasta Lee Bo, el último de los editores secuestrados, que la noticia empezó a estar en todas partes. Y eso porque su desaparición se produjo en Hong Kong.

De todas las cosas que no entiendo de China, y son miles, la fórmula de Un País, Dos Sistemas es de las que menos. No comprendo cómo funciona ese precario equilibrio que combina un control férreo en un país inmenso y una laxitud vigilada en una isla enana que es hervidero de inquietudes. Pero es la que hay y la que se viene aplicando de manera imperfecta desde que Hong Kong volvió a a manos chinas en 1997 y se convirtió en una de sus regiones administrativas especiales; es decir, en otro país dentro del de la República Popular.

En ese brevísimo país hay protestas que salen en la portada de los periódicos (de los suyos y de los nuestros, jamás de los chinos), hay Twitter, hay asociaciones en defensa de los derechos humanos, hay voces críticas que se dejan oír a diario, hay prensa extranjera en cualquier kiosko y hay cierta sensación de libertad. Hay también biografías de los grandes hombres del Partido Comunista, de los que son y los que fueron, que no son hagiografías. Y hay quienes las editan. De esos, hay ahora mismo cinco menos.

Esa lumbre censora que como se ve también calienta la isla no acaba justo de encenderse. Lleva, en realidad, crepitando años. Primero, con el hecho de que las librerías y casas editoriales más fuertes son gubernamentales. No se les notaba del todo porque, a veces, vendían alguno de los libros prohibidos, con el sutil método disuasorio de esconderlo en los estantes, entre otros ejemplares inocuos. Después, empujando a alguna librería independiente a dejar de comercializar semejantes cosas: del estante principal pasaban al fondo y de ahí a la nada.

Hong Kong fue el reducto librero de muchos chinos que querían, necesitaban, saber qué estaba pasando y no encontraban quién se lo contara. Hacerse con la información a poquitos, sumando un retazo de la oficial, el rumor de la calle, el pulso del internet absolutamente desbrozado de críticas, el comentario de un extranjero y toda la capacidad deductiva de la que se es capaz tiene que ser agotador. Por tanto, imagino perfectamente la sed con la que bebes un libro que te cuenta como una cosa lleva a la otra, explicándote primero justo esa cosa y después la otra, sin rodeos. Gloria bendita.

Imagino también el desierto en el que te quedas si empieza a escasear esa bebida, como lleva haciendo un tiempo. Cuando ya no hay estante escondido ni rebotica surtida, cuando convencer a uno de que no merece la pena vender esos libros es convencerlos a todos. No hace falta amenazar, solo mostrarles un ejemplo, un leve soplido y el fuego arrasa crecido porque la censura, por enana que sea, desemboca siempre en la más letal de las cortapisas, la que contemplan encantados sus impulsores, sin mover un dedo y relamiéndose con sus ventajas: la autocensura.

Qué bien entendemos aquí su perverso mecanismo de funcionamiento y desde hace cuánto tiempo. En un pasado no lejanísimo, un amigo charlaba en la calle con un empresario ante el que pronunció el nombre de Cacharro. Su interlocutor abrió mucho los ojos y le agarró del codo, como se agarraba hace siglos a las señoritas díscolas para marcarles el camino, dirigiéndole en silencio hasta su negocio. Las protestas de mi amigo y el pellizco en el codo de su acompañante eran todo uno. Entraron en el establecimiento, fueron al fondo, recorrieron un pasillo y entraron en una habitación minúscula, medio almacén, medio cuartito de la limpieza. Allí, el empresario cerró la puerta, soltó el codo al fin y le dijo, susurrando: "Ahora sí".

Pues eso.

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