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La mina

Nuestros libros no valen nada y solo nos interesan a nosotros

Ilustración para el blog de María Piñeiro. MARUXA
photo_camera Ilustración para el blog de María Piñeiro. MARUXA

YO SOY DE esas que, cuando un entrevistado se hace una foto frente a las estanterías de su biblioteca, gira la página del periódico, lee los títulos y cree que saca muchísima información. Quiero decir que pienso que aquello que acumulamos, que guardamos, que llevamos de una casa a otra, dice mucho de nosotros. Incluido, o precisamente, lo que que nadie más quiere, lo que no tiene más valor que el que le da nuestra mirada.

Shaun Bythell coincide. Sale en la foto de su libro con camisa de cuadros y una taza en la mano en la que se lee: ‘Muerte al Kindle’. En sus vídeos de Youtube, pasea por el laberinto que es su librería, canta un rap, habla con una de las dependientas que acostumbra a vestir con un mono de esquí, dispara a un Kindle con una escopeta, golpea otro con un martillo, enseña los restos de los aparatos colgados en la tienda y presenta el lugar con falda escocesa y camiseta raída, entre otras cosas.

Cuando tenía 30 años y sin saber muy bien a qué dedicarse pidió un crédito y compró en su pueblo, Wigtown, la librería de segunda mano más grande de Escocia. En Diario de un librero cuenta un año de su vida con humor, un poco de enfurruñamiento y mala leche y bastante encanto. A Bythell le miraba yo las entanterías encantada.

Es un librero al que le gusta más comprar que vender

Es un librero al que, claramente, le gusta más comprar que vender y que muestra algo bien triste: nuestros libros no valen nada, no interesan a nadie y nadie hablará de ellos cuando hayamos muerto. Regularmente, Blythell recibe llamadas de herederos desganados o de ancianas que se trasladan a pisos pequeños para que compre sus bibliotecas. La mayoría lo quieren vender todo, deshacerse del engorro que son miles de libros, que ocupan y pesan, concentraciones de ácaros y recuerdos que da pena tirar. Blythell nunca quiere el lote completo porque casi todo ya lo tiene mil veces repetido, porque son libros de bolsillo manoseados, de los que se editaron cientos de miles, que no tienen ninguna característica particular. Han pasado sus días en casas húmedas, con gatos, con niños de manos pegajosas, con lectores que doblan las esquinas, que toquetean las tapas y a nadie importan más que a ellos. Ahora que ellos no están, a nadie.

Se nota que es una parte de su trabajo que le gusta, esa posibilidad de rebuscar entre los libros ajenos e imaginar cómo era su dueño por las elecciones que fue haciendo en vida. Entre la morralla, aquí y allí, va encontrando una trufa: una edición perfecta del Decameron, un libro firmado por Florence Nightingale... También hay dedicadas colecciones de apasionados de los trenes o los aviones, de arrebatos literarios, de aficiones que apuntalan una personalidad, que ahí se quedan o que se regatean hasta la miseria porque nadie las compra, a nadie le importan.

Cada pocas páginas Blythell cuenta una cosa que le pasa a menudo: cómo un cliente entra en la tienda ufano con una caja de libros y un precio en la cabeza para recibir el chasco de que no le quieren comprar o que lo que le quieren pagar es poquísimo. Que todos esos carteles de las librerías de segunda mano, esos anuncios en revistas, esos mensajes de ‘Compramos sus libros’ son mentira. Que lo quieren decir es ‘déjenos ver sus libros, a ver’. Los libreros como Blythell buscan minas en las que cavar, casi todas sobreexplotadas, en las que si queda algún diamante es por error, porque a alguien se le pasó por alto.

Yo sé cómo es mi mina, miro sus túneles y sé que no hay diamante que se haya quedado atrás. Es todo piedra, mi piedra. Antes de salir de casa le echo un vistazo a los estantes y ahora que sé, que es certeza lo que suponía, los noto, no sé, más tristes. Como si ellos también supieran.

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