Blog | El portalón

La deshidratación

El tránsito del dormir es el viaje que peor me sale
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HAY QUIEN, cuando un día se le tuerce, trasnocha a ver si aún lo puede arreglar. Yo he sido de esas en alguna ocasión, empecinadas. Siempre había otra canción que escuchar, otro bar al que ir, otra paz que firmar. Ahora, jamás. Hace mucho que, si el día me sale mal, me recojo temprano porque, y da miedo la cantidad de esperanza injustificada oculta en esa frase, mañana será otro día.

Efectivamente, lo será, pero para llegar hay que pasar por el tránsito del dormir, el viaje que peor me sale. Es dificilísimo apagarse, siempre quedan cosas que hacer. Por ejemplo, recordar vívidamente aquel feo que te hizo esa medio amiga del instituto. Por ejemplo, rehacer todas las réplicas equivocadas o enmudecimientos del día. Qué digo del día, de la semana, del mes. 

Nunca soy tan elocuente como ahí. Apago la luz y convoco, en horizontal, a todas las personas con las que interactué mal. A aquella profesora de la carrera, un novio cretino, el entrevistado condescendiente, el político hiriente, la dependienta sobrada, el comercial de la luz y les digo cuatro cositas. Siempre estoy reescribiendo diálogos, perfeccionándolos, haciéndome un personaje de Lubitsch. Decía Valery que un poema nunca se acaba, se abandona. Muy a mi pesar, esa es mi actitud hacia las respuestas fallidas, que son mayoría porque me flaquea el ingenio rápido. No valgo para el Twitter ni para el siglo XXI.

Se llaman pensamientos intrusivos esos que no te quitas de encima ni a manotazos. Puede que lo hayas hecho todo bien. No has tomado café más allá de las tres de la tarde, has cenado temprano y ligero, no te ha dado por saltar con frenesí o hacer una clase de zumba de ocho a nueve, no has visto a Ferreras que, con ese medio incorporarse en la silla, la promesa de un notición por llegar y, de fondo, esa música ambiental de desactivar bombas, te pone nerviosísima. Te acomodas, das doscientas vueltas hasta que encuentras la postura perfecta, que difiere medio centímetro de la primera que adoptaste. Cierras los ojos y va llegando el sueño, que es como una puerta cerrándose muy despacio, ya solo queda una rendijita de nada, ahí vamos. Pues bien, por ese resquicio, ¡zas!, te llega la página que escribiste horas antes con un error en el titular, o en el subtítulo, o la certeza de que en el primer párrafo llamaste al entrevistado Juan y en el cuarto Antonio. Un cero de más, una coma de menos, un cargo incompleto, un detalle clave que no aparece, una llamada que prometiste y no hiciste. 

Estas son las angustias contemporáneas, repasar errores que solo se me aparecen cuando me empiezo a abandonar al sueño. Entiendo y no entiendo a mi subconsciente. Entiendo que tienes que retirar la capa de las exigencias cotidianas, las rutinas que son nuestro motor, para que aflore la de las cosas que ya solucionaremos más adelante, esas que vamos enterrando a lo largo del día casi sin saberlo. No entiendo por qué entierro errores fáciles de corregir en el momento y, sobre todo, no entiendo que el subconsciente sea tan mala persona para traer esas cosas a colación en ese momento. “Ah, que te estás durmiendo. Pues te traigo este asunto que no puedes arreglar ahora para que lo pienses un rato”, dice el muy asqueroso. Nos boicoteamos desde dentro.

A veces el camino es otro. Me duermo y a las cuatro y media o cinco menos cuarto viene el subconsciente, me acerca un megáfono al oído y me grita el error del día, regalito envenenado. En ese preciso instante, a algunas de mis amigas está despertándolas el suyo con otros presentes de mierda, todas a la misma hora. Pienso a veces en llamarlas, de cama a cama, para rumiar juntas nuestros pensamientos, pero no lo hago porque estoy muy concienciada con la prevención de eventos cardiovasculares. 

Lo que hago, en cambio, es encender la luz, coger el libro, acordarme bastante de que al Quijote “del poco dormir y del mucho leer se le secó el cerebro” y seguir con la deshidratación del mío.

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