Blog | El portalón

La democracia era esto

Pasan las elecciones y las redes arden explicando Galicia una vez más

CUANDO YO era una niña, el primo de mis primos, madrileñísimo, me preguntó dos cosas: si tenía luz eléctrica y si por delante de mi casa pasaban las vacas. Le dije que, sí, que claro, que constantemente y que, de hecho, me subía a una para ir al colegio. Tuvo entonces ese momento de vacilación, brevísimo, en el que sopesó la posibilidad de que lo que le decía fuese cierto, que efectivamente yo saliera con la mochila al portal de casa, después de apagar la vela en su palmatoria, y aún me quedara aliento para saltar a lomos de una de las vacas circulantes y, quién sabe cómo, dirigirla hacia la puerta del colegio para repasar los logaritmos neperianos a la luz del candil, Marica chus chus. Enseguida se justificó, como si creyera haberme ofendido, diciendo algo que yo tenía clarísimo: "Bueno, hay sitios donde sí". Estaba decepcionado, no había en mí el suficiente exotismo rural. Tremendo aburrimiento las que no vienen de "sitios donde sí", aunque sean de al lado de los "sitios donde sí". 

Las cosas siempre han sido así, no conozco otra cosa. Galicia es esa tierra de abundancia donde vamos al cine con percebes en vez de pipas, donde mediado un banquete nupcial se vomita para seguir comiendo; donde un señor vende batas guateadas, luego moda a demanda, luego entra en la lista Forbes, luego sale, luego vuelve a entrar y donde todo depende. 

Galicia es también tierra vacuna, esa especie de Libro de la Selva enxebre, con población asilvestrada a la que, llegado el día, se le pide que se peine con colonia, se recoge en Land Rover y se le da el sobre. Donde las vacas pasan por delante de todas las puertas y, aunque no tenga luz eléctrica, una niña es capaz de sentarse en un salón lleno de lámparas prendidas sin lanzarse al interruptor, impertérrita ante tal adelanto, con ese aire de suficiencia del que quiere hacer ver que ha visto antes la electricidad y, oye, ni frío ni calor. 

Básicamente somos todos premios Nobel de literatura, con sabiduría milenaria que viene de la tierra húmeda, de la niebla sobre las rías, de los bosques tupidos de carballos, de beber mucha leche de la ubre a la taza. Al mismo tiempo, somos auténticos gilipollas, un pueblo asoballado que se enternece con los caciques tocando el trombón, que llora sistemáticamente escuchando A Rianxeira, que ha de ser guiado y explicado desde fuera porque, aquí, qué sabemos, nos dejamos hacer y nos dejamos reír. Somos más simples que una patata Kennebec. Al final, decepcionamos siempre. 

Fernán Vello cometió el más básico de los errores políticos, criticar al votante, que es algo que pasa en las mejores familias. A Hillary Clinton le ha ocurrido hace poco, llamando a la mitad de los votantes de Trump racistas, sexistas y otros istas del estilo, algo que el republicano escuchó satisfecho bajo su pelo de algodón de azúcar y tras sus ojos de ranura, repitiendo el mantra ‘más votos pa’´mí’. Rechazo el linchamiento digital porque suele ser injusto y arbitrario y, aunque crea que no tenga razón, tiendo a solidarizarme con la víctima. En este caso me cuesta, lo admito. No porque el diputado me haya ofendido sino porque me espanta que haya sido capaz de tal torpeza no en un bar tomando cañas sino en Twitter. Revela poco espabilamiento y mucha simpleza esa necesidad de explicar públicamente qué ha ocurrido y que la explicación sea justamente esa: la culpa es de los otros, que son tontos. Pero puedo entender lo dolorosísimo que es tener que acatar las reglas cuando ocurre lo contrario de lo que deseas. Es casi hasta enternecedor que haya llegado a esa edad suya sin percatarse así, tan rotundamente, de que sí, que la democracia era esto. 

Fueron legión en Twitter y otros lares los que cayeron en la cuenta con él de que los gallegos somos ininteligibles y espesos, unos burranzanes que no sabemos votar, que solo valemos para ordeñar la leche que habrán de beber otros pueblos y cortar la coca que habrán de aspirar otras narices. Mare e monte. 

Mientras en las redes ya empezaban a explicarnos, yo cantaba con otras dos mozas autóctonas los votos de una mesa del distrito cinco, perfecta muestra en miniatura de lo que finalmente ocurrió. Al acabar, salí tan cansada después de trece horas de estar sentada en la fiesta de la democracia, ese fiestón, que hasta deseé que pasara una vaca bien orientada y me depositara en casa. Allí yo ya encendería los candelabros y me calentaría un ladrillo para colocar en la cama con cuidado de no quemarme las puntillas del camisón.

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