Blog | El portalón

Hacer declaraciones

Vivir en estado constante de entrevista laboral no es vida

LA GENTE que habla haciendo declaraciones logra sacarme de quicio haciendo una entrevista, no digamos ya en la vida normal. Noto que estos sujetos aumentan y que cada vez está más cerca el momento de pasar días enteros manteniendo solo conversaciones de ascensor y muriendo un poquito cada vez. No como ahora, sino mucho más rápido.

Hay miedo, claro. A meterse en líos, a ofender, a molestar cuando quieres pasar liviano por el mundo, cuando pretendes ir de un punto a otro sin que nada de lo que ocurra en el trayecto trascienda, sin mostrarte ni un poco. Con esa raza de declarantes podrías llevar una grabadora permanentemente encendida y pasarían los días y los encuentros, pasaría Rajoy y pasaría Trump, pasaría cualquier tarde en los vinos y hasta la reflexión etílica del amanecer en la que indefectiblemente se acaba cuando se sale a tomar solo una caña, y no tendrías material para un chantaje. Ni migas.

Distingamos. No hablo solo de lo políticamente correcto (aunque también) ni de la gente que tiene la rarísima virtud de decir exactamente lo que quiere decir, los que no meten la pata porque su precisión les racanea esa oportunidad. Me refiero a la terrible capacidad de no exponerse nunca, de no dejarse conocer, a la conversación vacía de carácter, que es igual que todas; que podría usarse de diálogo en un anuncio de seguros, donde únicamente se sueltan evidencias con las que solo se puede estar de acuerdo. Me refiero, en fin, a los que no bajan la guardia jamás, a quienes viven en el constante estado de entrevista laboral.


Me gusta la gente que se revela, a la que se le ve el plumero


Por el contrario, me gusta la gente que se revela, a la que se le ve el plumero, la que si tuviera un jefe de prensa, y alguno hay, lo tendría en constante estado fibrilante, venga a pedir las sales y a convencerse de que las crisis no son una oportunidad sino una forma de vida. Es curioso que resulte tan despreciable la sobreexposición de algunos y tan atractivo el filtro laxo de otros, de los que a veces eligen enseñarse y otras, simplemente se les escapa.

Leo una entrevista a Milena Busquets en El País, que claramente es de esas, que dice las cosas que sus amigos le recomiendan que no diga, que tiene un miedo que en su momento pensé universal —el de que los demás piensen que es tonta o inculta— pero no, que le importa poco ser considerada frívola porque la ligereza le parece imprescindible para la elegancia, porque considera exigible no dar el tostón.

Como otros, también ella ha acabado siendo ampliamente leída gracias a la autoficción, ese género en el que los lectores pedimos que se nos muestre algo del interior del que escribe como quien va a buscar una piedra preciosa en una mina profunda, en el que de ninguna manera vale hacer declaraciones.

De la gente que se deja ver, que escribe como si estuviera sola en el mundo, el francés Emmanuel Carrère es siempre un virtuoso, pero muy especialmente en Una novela rusa. Las historias de amor y traición que cuenta en ese libro, a su novia y a su madre, te pintan un Carrère al que despreciar desde lo más hondo. Prepotente y presuntuoso, un cretino estirado, egoísta a rabiar, que se cree mejor, que considera que sabe por donde pisa y acaba comportándose con la madurez de un niño sin siesta. De todas las penas que se cuentan en la autoficción —en ese viaje asombroso que se hace por la muerte de la madre de Ybarra, por el desprecio a las servidumbres doméstiscas de Knausgard, por el sufrimiento familiar de Didion o de De Vigan— las de Carrère en ese libro son las más miserables.

Confesar la bajeza moral que él admite, sin justificarse mucho pero asumiéndola toda, es de las cosas más humanizantes que se pueden hacer. Es también de las más fascinantes, ante las que no se puede apartar la vista porque, al menos yo, no conozco nada tan interesante como los vericuetos de una cabeza pensante que no tiene inconveniente en dejarse visitar. Pero lo es cuando tiene pasillos, cuando tiene esquinas y trasteros, zonas menos iluminadas y transitadas. Quién iba a querer pararse en una que se dedica solo a decir tibiezas, que pasa por todo tan de puntillas que no deja huella alguna y, si lo hace, es tan ligera como la de un pájaro.

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