Blog | El portalón

El último verano

Exprimiremos los días y todavía nos pelearemos por pagar la cuenta

COMO miles de españoles yo también escuché a Santiago Niño hablando de que este será el último verano antes de la tremenda crisis que nos acecha y, precisamente porque veo lo mismo que él, me sorprendió que sus palabras tuvieran tantísimo eco. Sigue sin parecer que nadie le estuviera escuchando, lo que casi me gusta. La inconsciencia se ejerce mejor con intención. 

Blog de María Piñeiro

Así estamos. Dispuestos a darlo todo, entregadísimos a la causa, devotos del exceso. ¿Te tomas una caña hoy? Mira, mejor me tomo cinco. ¿Nos vamos unos días? Casi que el mes entero y que no nos vean el pelo. Perdámonos, adiós. Estamos perennemente subiendo la apuesta.

Digo todo en plural porque, por supuesto, yo estoy igual. Yo también quiero que la noche no pare, cambiar de escenario, exprimir los días, incluso estos tan grises en los que recibir noticias de las olas de calor ajenas me causa cierta disonancia cognitiva. Quiero apretarlos como quien extruja un limón para sacarle las últimas gotas, pero no para animar el agua de la mañana, cumplir con la dieta y agradar a los gurús del bienestar, sino para rematar la caipirinha. Los que estamos sanos, los afortunados, no es en la salud en lo que estamos pensando.

Me sorprendo a mí misma porque, ante los mogollones, tiendo a sustraerme. Soy la típica que no quiere estar donde está todo el mundo, no tanto por hacerme la especialita (quizás también) sino por ahorrarme el agobio. Ahora dice Niño que los aeropuertos están llenos y las terrazas a reventar y yo pienso que ojalá pronto. Quiero vivirlo todo y lo quiero rotundo, no la languidez estilizada de Rohmer, esos veranos delicados. Sufro, como todos, del síndrome del aprovechamiento atolondrado, del yo lo valgo, del que me quiten lo bailao. El corazón, efectivamente, tiene razones que la razón no entiende y me esfuerzo por escucharlo solo a él. Postergo el ejercicio del sentido común para el tiempo de los jerseys y los calditos, para más adelante, para un momento que no es este.

Este es el de practicar el mayor de los privilegios: el de mirar hacia otro lado. Ignoro todas las pistas tan a la vista en el precio de las cerezas, en las facturas naranjas y en los titulares a cinco. Cuesta trabajo no verlas y sin embargo, qué ligereza la mía, la nuestra, que transitamos con la mirada hacia el cielo, hacia la aplicación de Meteogalicia, hacia los horarios de los conciertos. Escuchamos todos a Niño asintiendo, cuantísima razón, cómo de calados nos tiene y, al acabar, no tuvimos ni que esforzarnos por seguir igual. Nos empieza a salir natural en este verano en el que, por descontado, tantas cosas acabarán.

Pero mientras, ay pero mientras. Ese es el plazo en el que vivimos, entendemos al fin el carpe diem cuando no debiéramos ejercerlo. O justo lo hacemos en el mejor momento porque sabemos que el sufrir no se puede adelantar. O se puede pero es una tarea inútil, que te agota preventivamente de una manera ridícula. Ahora ansiamos todo esto y todo esto es lo que tendremos. La sal, el olor picante de la crema solar, el pescado a la parrilla, el manoseo aeroportuario, las colas, la llamada diaria para esa reserva que jamás se consigue, la primera inmersión marina que es como un bautizo, tus calles desiertas, tus calles que suponías desiertas llenas de unas caras desconocidas, ni en tu bar de siempre consigues mesa, las risas llegando de la calle a través de la ventana abierta, otra vez el calor para poder quejarte de lo mismo que todos los demás, el gesto de girar con el dedo para pedir otra ronda, una ronda que cuesta por dos, las peleas por pagar la cuenta (todavía) y, una noche, justo antes de dormirte dedicarle a Niño un pensamiento fugacísimo, uno solo.

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