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El devenir

No se puede vivir dos veces la misma campaña, menos mal

Estaba junto a la camioneta de comida del PP (iba a poner food truck pero me dio vergüenza) pensando en el devenir del tiempo, en las modas, en Heráclito. En cómo un señor del siglo VI a.d.C ya nos advirtió de que no íbamos a poder vivir dos veces la misma campaña porque no somos nosotros el mismo votante atribulado ni son ellos los mismos candidatos frenéticos. Él lo dijo con un río.

maruxaSonaba la música mitinera del PP, que es la misma de siempre pero con otra cadencia. La de siempre era animosa, de venirse arriba alocadamente, los simpatizantes no podían dejar de marcarla con el pie y ponerse nerviosos con las ganas de salir a la calle a dar la turra con el programa a sus vecinos. La de ahora pretende ser épica, hacer retumbar el pecho, es justo del estilo de la que me imagino que suena todo el rato en Juego de Tronos. Luego que por qué no veo Juego de Tronos.

Me como un trozo de empanada y pienso que me gustaba mil veces más la de antes. Siempre me pareció un gran acierto campañil una canción que, en cuanto empezaba a sonar, modificaba el ambiente de la sala creando un reflejo pavloviano de captación de voto, un ansia. La tengo tan incrustada que de vez en cuando me encuentro a mí misma tarareándola en momentos de gran concentración y arrebato: doblando camisetas, picando verduras, bajando escaleras a saltos. Si me excavaran el cerebro encontrarían intactos recuerdos de la infancia y la canción de antes del PP. Sobrevive a todo.

El candidato saluda y besa, las dos principales actividades del candidato en campaña. Como me seducen las posibilidades apocalípticas siempre que me veo en la contemplación de esas tareas pienso en Contagio la película de Soderbergh sobre el fin del mundo provocado por la resistencia bacteriana, en la que Gwyneth Paltrow va a Hong Kong a hacer negocios, toca una silla, se toca la cara, se sube a un avión y nos lleva a la perdición En Veep Julia Dreyfuss es una política en campaña presidencial que extiende la mano en cuanto se cruza con alguien y su asistente le coloca un botecito del hidrogel ese que tanto se vendió con la gripe A. Aquí eso no se hace; es primavera, los niños tienen alergia, no gripe y la vida no es una serie de televisión.

Oigo a dos señores diciendo que echan de menos a Rajoy. Esto es algo que se escucha últimamente a diestra y siniestra para nuestra estupefacción. Recuerdo un mitin del susodicho, hace años y años. Eran aquellos los tiempos en los que veías un alcalde recogiendo a vecinos en su todoterreno para depositarlos en el colegio electoral y negaba que tal cosa fuera carretar. Que aquello era llevar a vecinos a votar, aclaraba como si hubiera un matiz que se nos escapara, empeñados los periodistas en ver fantasmas. Eran también en los que se decidió que los mítines debían darse con fondo humano porque el candidato quedaba muy solo en pantalla. Se elegía gente joven y se la sentaba en modo anfiteatro detrás del susodicho con la consigna de sonreír, asentir y aplaudir con arrebato.

Llegué al pazo a tiempo de ver a los cámaras de televisión indignarse por tener que coger la imagen que proporcionaba el partido. No podían captar la suya sino recibirla ya hecha. Me senté y ocurrió lo que esperaba: la oscuridad, la música bailonga, el público en pie, Rajoy hablaba, la cámara se iba deposando en el tapiz de caras a su espalda. De repente, enfoca a un joven que se entusiasma al ver que le toca a él y presenta el tipo de sonrisa que se reserva para cuando se gana la lotería: demencial. Yo me estremezco, es el corresponsal del periódico en un municipio de la provincia del que sospecho firmemente que tiene carné del PSOE.

Hago lo único que podía hacer, le mando un mensaje. "¿Qué haces ahí?", le pongo. La pantalla muestra todo el mural de caras, Rajoy centrado y él en la esquina superior derecha. Lo veo agachar la cabeza y dar un respingo al leerlo. "Me lo pidieron", dice. "No entiendo nada", replico. El mar de caras se comporta como un único cuerpo, como una ola, como el ejército de Pyongyang: ríe a la vez, asiente a la vez, aplaude a la vez. Solo en la esquina superior derecha hay disidencia. Una cara que baja y sube la mirada ante la metralleta de mis mensajes. "Creía que eras socialista", digo. "Era", teclea lacónico. "¿Y esto?", repito. "Necesitaban gente joven", me dice. "Me lo pidieron", añade. "Ahora soy del PP", admite en un previsible giro de los acontecimientos.

Rajoy se quejaba duramente de las aspiraciones de PSOE y BNG. Eran tiempos sencillos en los que solo tenía un par de siglas a las que recriminar. El público le decía sí con los ojos. A mí me vibró la pierna, donde seguía el móvil. "Tengo que parar, hay que aplaudir", dijo mi interlocutor. Rajoy acaba la frase en alto y el muro de caras se rompe las palmas. Le sigue el público. La cara del corresponsal vuelve a llenar la pantalla con su risa radical.

Vuelvo al presente y barro la plaza con la mirada. A ver a quién veo esta vez que me dé para un artículo dentro de diez añitos. Qué campañas serán aquellas.

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