Blog | El portalón

Desmemoriada

De todas mis presunciones la de la buena memoria es la más inexplicable

Creía que estaba leyendo un libro pero en realidad estoy releyéndolo. He tardado doscientas páginas en darme cuenta y solo lo he hecho porque he encontrado un cuadradito a lápiz enmarcando la palabra bello cuando debiera ser vello. Me reconozco en ese hábito. En leer el libro y dejarlo impoluto, sin notas en los márgenes ni dobleces en las páginas, abriéndolo lo justo, sin romperle la espina, para que una falta de ortografía, que revela una edición chapucera, me ataque tanto los nervios que me tenga que levantar, coger un lápiz del 2 y rodear la palabra en cuestión. He estado aquí y he visto esto, no creas que me ha pasado desapercibido: este es mi mensaje para mí misma. Dejo atrás esa página y avanzo desmemoriadamente.

El caso es que todo me suena, pero no como si lo hubiera leído, sino como si hubiera leído sobre el libro. Llevo tantos años con esta desmemoria que sé que no es algo de la edad, sino del carácter. Si volviera a leer todos mis libros, uno por uno, ¿encontraría en ellos aquello que creí ver una vez? Las sensaciones y reflexiones que creo se me quedaron tan grabadas ¿estarán ahí? ¿o serán una confección a posteriori, el pastiche de vivencias y pensamientos de aquella época, ahora irremediablemente ligadas a ese libro sin que el autor tuviera, ni por asomo, esa intención? ¿Cuánto se parece lo que recuerdo a la realidad?

De todas mis presunciones, la de la buena memoria es la más inexplicable. Pasa algo y me digo a mí misma que lo recordaré siempre y a los dos meses, si alguien me pide que le cuente lo ocurrido, ya tengo serias dificultades para el relato coherente. Pero qué me creo.

Olvidar tiene ventajas. La principal es que te incapacita para el rencor. Pero hay que dejarse ir, ojo, porque sino puede darse una situación espantosa, propia de los olvidadizos: tener claro que alguien te ha hecho algo, no recordar qué, no saber por qué le odias pero odiarlo, despreciarlo con toda la intención pero sin razón. Muy difícil de mantener en el tiempo, si me preguntan. Poco operativa. Llega un momento en el que se superan las ganas de preguntarle al susodicho "oye, ¿tú que me hiciste para que no te pueda ni ver?" Y se asume que se debe seguir. Puede que se vuelva a tener un encontronazo, y la vida te ofrece entonces una razón fresca para el desprecio, o puede que te quedes eternamente con la duda, con ese poso de sospecha.

Me hubiera gustado haber escrito un diario. Lo pienso a menudo con el mismo espíritu que esa cita que se le atribuye indistintamente a Camba o a Dorothy Parker de que no les gustaba escribir sino "haber escrito". Un diario me hablaría desde el pasado, me diría qué pensaba de las cosas, sería la conversación intrascendente de una desconocida pero de esas desconocidas de las que te suena su cara, que a estas alturas son ya casi todas. Un diario me llevaría la contabilidad de esta vida que a veces me parece que viven otros y no yo, como si no supiera a dónde se me va, a dónde se me ha ido. Un diario me informaría de que había leído en su momento La trama nupcial y de que la edición tenía una errata bien visible a las doscientas y pico páginas. O no.

Oigo decir a  Trapiello que los diarios hablan todo el rato de los demás, no de uno mismo, que uno mismo no da ni para tres páginas. Me consuelo pensando que no es la falta de perseverancia lo que me ha dejado sin diario sino la convicción interna de que si Trapiello no da para tres páginas cómo voy a dar yo. Sigo leyendo más reconfortada. Quiero saber cómo acaba.

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