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Desfile de franela

La directora de un colegio británico pide a los padres que no vayan en pijama a dejar, y a recoger, a sus hijos

CADA DÍA A eso de las siete, cientos de chicas salían en pijama y chanclas de su residencia, donde solo había lavabos, camino de las duchas del campus. Del brazo, con una cesta de plástico llena de botellas y un peine asomando de algún bolsillo, lo paraban todo. Los balones quedaban a medio encestar, los candados de las bicicletas a medio desenganchar, las bocas a medio cerrar. Era una forma de cuadrarse ante el ejército de algodones que se venía encima, pasaba como un suspiro y se concentraba, lejos y como en secreto, entre vapores y charlas. 

El regreso era aún más espectacular, con melenas brillantes como colas de pescado y vaharadas del aroma artificial de flores que se pone en los geles. Otra vez la vida a detenerse, otra vez todos los chavales a buscar a la que le gustaba entre los escuadrones de batas de flores y ositos. Otra vez los extranjeros a maravillarse con el desfile empijamado al que obligan las universidades pekinesas a sus estudiantes por no hacer duchas en las residencias, salvo precisamente si son para extranjeros. En invierno tiene lugar bajo la nieve, con abrigo de plumas y botas, pero siempre en pijama. De la ducha, a la cama. Pasé dos años contemplando ese desaparrame de franela y cada vez era como el primer día: una fiesta.

China es un paraíso del paseante empijamado. Todo el sudeste asiático, en realidad. No tiene por qué producirse en el terreno cómodo y conocido de un campus, puedes ir al centro de cualquier ciudad a tomar una caña en camisón y no verás levantamientos de ceja. 

Un verano en el sur de China vi a decenas de parejas paseando después de cenar, él en traje, ella en pijama de flores. Empecé a preguntar por este fenómeno a diestro y siniestro -por qué él así y ella asá- y recibí varias veces una inquietante respuesta: lo hacen para mostrar que sus maridos ganan suficiente dinero como para que ellas no tengan que trabajar y puedan pasar el día en casa viendo telenovelas. Socorro.

Tenía entonces una amiga canadiense, que vivía en un sitio tan frío que no crecían los árboles por falta de tiempo: llegaban a mata y les caía la primera helada que frustraba para siempre sus progresos.

Reconocía que se pasaba gran parte del invierno en pijama: trabajaba desde casa así vestida e iba a la piscina (principal evento social de su hibernación) con el abrigo sobre la franela, pero se resistía a hacer la compra con él porque sería "exponerse" demasiado.

Sus selectivos escrúpulos me fascinaban. Con todo esto quiero decir que el lío que se ha montado con esa escuela británica cuya directora ha pedido a los padres que no vayan en pijama a llevar a los niños, y que aún menos los vayan a recoger, no me resulta ajeno. Me pilla bregada, podría decirse. El debate es el esperado: que si qué guarrada, que si qué extrema intervención en la libertad de los demás; que si qué mal ejemplo para los niños, que si lo importante es que ellos lleguen a la hora y desayunados, que si llevarlos sí, recogerlos no, que ni lo uno ni lo otro, que si todo, que si albóndigas, que si croquetas.

Las reacciones, lo mismo: que si le hago caso a la directora y me quito el pijama, que si reivindico mis derechos y me lo dejo puesto todo el día, todos los días. Somos, aquí y en el Reino Unido, muy tendentes a evitar el quid de la cuestión discutiendo de sus alrededores. Nos quedamos siempre en las hijuelas y acabamos sin llegar a lo que importa. Y lo que importa, me parece, está bien claro en la carta de la directora, que les dice efectivamente que nota esa creciente costumbre de ir en pijama a llevar a los niños, pero también, he ahí la clave, que se pregunta si es mucho pedir "que se laven y se vistan". Y no, no es mucho pedir.

He disfrutado arrebatada de los recorridos empijamados de los demás, no lo niego, y alguna mañana incluso fantaseo unos minutejos sobre echarme el nórdico a los hombros y salir a la calle como si entre el sueño y la vigilia no hubiera transición, pero soy consciente de que sin la ducha quizás no fuera capaz de abrir la puerta de casa, lo cual hace que me lo replantee todo. Es como si con el agua me cayera la sabiduría.

La higiene de los otros es un regalo que agradezco tanto que jamás voy a desear renunciar a él ni querré dejar yo de hacerlo a mi vez. Estaría bien que esos padres británicos no fuesen tan rácanos y también lo regalasen a diario a sus hijos y al resto de escolares.

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