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Contraseñas

Hay cosas que solo le cuento a la tecnología

contraseñasMe ha pasado muchas veces. Tecleo una contraseña y no es. Vuelvo a probar y no es. Tercera vez y tampoco. Empiezo el cambio de clave y, entonces, cuando tengo que elegir una nueva, no la admite porque, en realidad, es la vieja, la que acababa de olvidar. Solo recuerdo cuando aflojo, cuando renuncio a recordar, qué paradoja de mierda es esa. A mí, supongo que a todos, las palabras me vuelven una y otra vez, como olas en un mar muy terco. Cada noche apago la luz y las convoco.

Leo en ‘Poeta chileno’ -juro que he leído otros libros en 2021- cómo el protagonista teclea a diario, casi sin percatarse de qué es lo que escribe, el nombre de su hijastro. Hace años que no sabe nada de él, se quedó en Chile y él ahora vive en Nueva York, pero esa es su contraseña segura, de las que piden insistentemente en cada web: una palabra inolvidable para él e imposible de deducir para los demás. Ese nombre, que es tanto, nadie lo puede ligar a él salvo él mismo.

No tengo ni una sola contraseña inocente, quién la tiene. Un listado de las decenas que uso serviría para leerme como un libro abierto. Combinado con otro de mis búsquedas en Google no me quedarían secretos. Hay cosas que solo le cuento a la tecnología.

Sales tú, por supuesto. Marco una y otra vez, una y otra vez, la fecha en la que tuvimos aquella conversación, de la que siento que salí, irremediablemente, un poco otra. Siempre le doy vueltas a ese fenómeno en el que reconoces, o atisbas, que algo te está cambiando. Si apareces en mis contraseñas es porque me ha pasado eso contigo. No tiene que ser mutuo, yo me empeño siempre en ser la protagonista absoluta de mis tics y obsesiones. Para eso -para eso, ja, como si fuera solo para eso- soy muy egocéntrica.

Otra es la marca del jersey que me compré el día aquel. Lo recuerdo perfectamente, el tiempo que hacía, la alegría con la que me gasté los dineros, como si me pesaran; la decepción de la dependienta cuando a medio discurso le dije que sí, que me lo llevaba, su expresión contrariada cuando se dio cuenta de que no había sido ella la que me había convencido. Ese día lo menos importante que hice fue comprarme ese jersey, pero es el nombre que aparece en su etiqueta lo que escribo.
La única contraseña que uso sin ser una pieza de orfebrería autorreferencial es una que me propuso el servidor de correo, uno viejísimo, para la que fue mi primera cuenta. Olvidé la mía (no sería tan importante) y me ofreció esa, tan aséptica, tan exenta de familiaridad. Pero, como la cabra tira al monte y yo tiro a la nostalgia, ahora ya tiene significado. Ya me evoca otra vida, cuando aún creía posible, y hasta probable, esa y aquella realidad, otros futuros que no son, ni de lejos, mi presente actual. Solo por lo que pudo ser y no fue sigo tecleándola.

En el fondo todo es lo mismo, las contraseñas, la materia de mis ensoñaciones cuando miro por la ventana sin ver, el alimento de los paseos distraídos, la argamasa que me apuntala el insomnio, todas esas palabras y gentes que se presentan cada noche, sin falta, antes de trasladarse a mis sueños como si se tratara de un mero transbordo. En todas partes veo las mismas caras y mastico las mismas cosas. Cuando se incorpora una nueva simplemente se suma, no se va otra para hacerle sitio, no hay sustitución, solo adición. En la vejez serán tantas y necesitarán tanto tiempo para ir presentándose que soñaré ya de madrugada, casi amaneciendo. Quizás por eso los viejos duermen tan poco.

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