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Buenas noches, señora

Se empezó a hacer tímidamente, a poquitos, pero ahora estamos humanizando de más a los candidatos


ESTA ES una tendencia que no he sabido predecir. Cuando quise darme cuenta ya tenía encima una avalancha de humanización del candidato que me tiene la traquea encogida y el ojo encharcado como Candy Candy, que los dibujos japoneses siempre fueron de llenar mucho el ojo antes de llorar por desprendimiento, como si aquello funcionase como una compuerta.

Se están pasando tanto con nosotros los jefes de campaña que ya empiezo a añorar aquellas épocas lejanas en las que lo más humano que hacía el cabeza de lista era rozar la cara de un bebé con el índice, una bendición civil en la que Fraga fue experto. Tocó más mofletes que el Papa, calculo a ojo. Depende del Papa, me corrijo, pero más que Ratzinger, fijo.

Entonces la humanización era éso: reparto de globos y chapas, abrazos con palmada espaldar, Baltar tocando el trombón subido a un taburete, Beiras tocando el piano en la jornada de reflexión, Cacharro contando que cantaba rancheras con su hijo a la guitarra. Era el reparto de propaganda en una feria y, de paso, compra de unas rosquillas de anís; era la consiguiente entrevista a la rosquillera y era "al ministro le encantan las rosquillas" como la declaración del día. Era una humanización modesta, pequeña, como si los políticos fueran personas solo a ratitos, lo justo entre mitin y mitin.

Ahora no, ahora es ambiciosa y abrumadora, ensayada por los equipos de asesores para que resulte cercana, supuestamente natural y, horror, campechana. Puede que sea la campechanía mal entendida lo que nos ha traído hasta aquí, ese empeño absurdo en la proximidad y el colegueo, que solo se creen los que, cuando leen en los cuestionarios qué libro se están leyendo los candidatos, asumen que de verdad se los están leyendo.

El encuentro Rajoy-Bertín ha sido interpretado por los populares como una victoria precisamente por ofrecer, al fin, una imagen relajada de un señor de Pontevedra al que, cuando se le pregunta sobre cualquier cuestión que se escapa a su idea de cómo deben ser las cosas, espeta como respuesta que es un señor de Pontevedra, como si eso le diera inmunidad. Ser un señor de Pontevedra te inhabilita para concebir según qué extremos y te arrastra siempre al centro.

Bertín se tronchaba con el ingenio saleroso del presidente

En estas charlas de chalet que ofrece Bertín pasa eso tan humano de que uno, inconscientemente, imita a aquel con quien se relaciona. Ese fenómeno que derrite a los padres cuando ven que su retoño frunce el ceño exactamente igual que ellos convirtió a Rajoy en un hombre que empezaba todas las frases con un "Oye" y, tras el apéndice, pegaba lo que se terciase: "Oye, parece que los mejillones ya están", "Oye, pues ahora tengo hambre", "Oye, qué mal se come en el consejo europeo", "Oye, en Galicia las que cocinan bien son las mujeres". Bertín se tronchaba con el ingenio saleroso del presidente (‘presi’, le decía) y esa gracia tan grande que no se puede aguantar revertía en Rajoy, que contaba su primera cumbre internacional como si fuera un chiste o el recuento de los Village People —"Estaban todos, eh?, estaba Obama, estaba el chino..."— mientras cortaba un limón sin delantal, valiente. "Te vas a manchar y Viri me va a matar", decía el andaluz extasiado con el coraje del líder y como si la existencia de las mujeres de los presidentes, las mujeres de los maridos en general, oscilasen entre agarrar las sales, mantener fresco el calendario de las "fechas importantes de una relación" y contar lamparones.

La humanización esa que me parece chirriante y aburridísima (no hay en política vidas muy trepidantes porque lo trepidante es muy difícil de vender a grupos grandes) funciona. Llevan los americanos venga a humanizar desde hace lustros y nosotros a seguirles, haciéndolo de forma creciente, porque resulta efectiva, porque tiene rédito electoral, porque resulta que queremos vernos reflejados en los candidatos y esos comportamientos humanizadores han acabado siendo una forma perversa de conseguirlo.

No quiero ver los pósters ni el gazpacho en la cocina de Pablo Iglesias, ni conocer las charletas de Pedro Sánchez con sus hijas ni ver las gafotas del Rajoy opositor. Sus ideas y planes, aún sabiendo lo frágiles y cambiantes que son, quizás; pero poco más. Ni en tu casa ni en la mía, mejor cada uno en la suya.

Ni caso. Yo les pido que lo dejen estar y ellos me cantan "Buenas noches, señora", mientras se marchan a contar papeletas.

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