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Barriga al suelo

NO ME QUIERO poner en plan Serrat, pero qué bien huele el Mediterráneo. Pese a la construcción incontrolada, a las carreteras pegadas a la costa, a los chiringuitos de música atronadora y sillas de plástico patrocinadas por marcas de cerveza, a los barcos llenos de turistas que pagan por emborracharse al sol del mediodía, a los dolorosos incendios forestales. Pese a todo, su naturaleza resiste.

Cuando cae la tarde, después de un día de recalentamiento, el aroma dulzón de las buganvillas y las madreselvas lo llena todo. El cri-cri de los grillos, una banda sonora que tenía casi olvidada, sirve de base rítmica para el espantoso ruido del cortacésped del vecino, propietario de un huerto prodigioso. Qué no crecerá en él. Limones, naranjas, pepinos, uvas, cebollas, calabacines y berenjenas con forma de bomba morada. También peras, albahaca y romero en macizos y tal sobreproducción de tomates que en cada hueco sin plantar hay una manta cubierta de ellos secándose al sol. Al lado, en vertical sobre un muro encalado, las lagartijas se tuestan y salen pitando al mínimo acercamiento, como si la pared estuviese helada y ellas solo resbalasen sobre su superficie derretida.

Me doy cuenta ahora, este verano, del tiempo que hacía que no veía lagartijas en acción. Grupos de ellas volatilizándose como si les acabaran de dar una mala noticia. No las veía desde mis veranos de la infancia, esos en los que pasaba media tarde con la barriga en el suelo pasmando ante el hecho de haberme quedado con la cola en la mano y que el bicho siguiera corriendo como si nada, mirando el trabajo monumental de una ristra de hormigas cargando cuatro migas. La presa de las Tres Gargantas, minucias a su lado.

Así exactamente pasó varios años de su infancia Gerald Durrell: con la barriga en el suelo y en una isla de naturalez exuberante, Corfú. Sus libros sobre esa época son el relato perfecto de cómo se construye una vocación y una oda a la niñez más despreocupada, curiosa y feliz, en un Mediterráneo intacto.

El Mediterráneo, pese al turismo arrasador, sigue teniendo una naturaleza resistente

Gerald, Gerry, llegó a Corfú con su familia en 1935. Tenía diez años y era el pequeño de una familia de perfecta excentricidad británica. Su madre, una viuda energética y estoica, toleraba con infinita paciencia las peculiaridades de sus hijos. El mayor, Lawrence, que acabaría siendo Nobel de Literatura, dedicaba su estancia griega a escribir. Él elegía a los tutores de su hermano, que no iba al colegio. La única chica, Margo, pasaba gran parte de su tiempo tostándose con devoción, mientras el mediano probaba cuanta arma de fuego se le acercaba y Gerry acogía en casa todos los bichos posibles. Aunque Lawrence aparece retratado como un pedante y plasta intelectual -que suelta unos tremendos rollos a su paciente familia, quien no se lo toma muy en serio- lo cierto es que fue él a quien debemos agradecer la existencia de la trilogía de Corfú de Gerald. Le animó a escribir esos relatos en un momento en el que, ya en Inglaterra, su hermano menor estaba muy necesitado de dinero.

Los libros son un fresco de una familia maravillosa en un escenario de prodigiosa fecundidad. Gerry encontraba en una charca la bulliciosa actividad que un viajero percibe en Nueva York o Hong Kong. No solo tiene ojo para los animales, a los que dedicaría toda su vida, sino también para las personas. Las descripciones que hace de algunos de los amigos griegos de la familia son tan memorables que, hoy en día, los nietos de esas personas siguen reconociendo a sus familiares en ellas. Y siguen recordando anécdotas de los Durrell, como si los hubiesen conocido en persona.

Se le considera responsable de poner a Corfú en el mapa para el público anglohablante. Es difícil leer sus libros y no desear salir corriendo a conocerlo porque, ante sus ojos de niño, la exuberante y salvaje isla es el puro paraíso.

Por supuesto, el de ahora ya no es el Corfú de sus relatos. Y él acabaría sintiéndose culpable de un desarrollo turístico tan malvado, aunque Corfú le agradecería una y otra vez la pasión reflejada en su prosa.

No hay tantos libros que se lean en la infancia que aguanten bien las lecturas de la vida adulta, pero los de la trilogía ‘Mi familia y otros animales’ lo hacen sin duda. Volver a ellos, a los veranos con la barriga en el suelo y al Mediterráneo más reconcentrado, es rejuvenecedor.

El escritor, que pese a todo tuvo un vida complicada y a quien le pasó factura la formación no reglada que inició en Corfú, lo dijo, según recogieron los periódicos ingleses, antes de morir. «Si tuviera que hacer un regalo a un niño, le regalaría mi infancia».

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