Blog | El portalón

Alcachofas asfálticas

Hay ciudades con entradas disuasorias que solo se pueden apreciar si se miran desde dentro

PIENSO AHORA en ese momento y me recreo. No hay tantos momentos así, capaces de sembrarte algo dentro, como un metrónomo con su tic-tac eterno, un movimiento continuo.

El cansancio feliz, el amanecer tan temprano, el aire masticable de Pekín, que te hace una bola en la garganta, la ciega seguridad de que no me había equivocado, de que estaba en el sitio correcto.

Aún ahora me pongo contenta. Mucha gente me contó después experiencias muy disuasorias de sus primeras horas en China y la sensación de derrota que les dejaron. No fueron las mías.

En el aeropuerto, subí al taxi después de enseñarle al conductor el papel de admisión de la Universidad, por el lado que estaba escrito en chino, y cuando asintió con cara de lo que me pareció confirmación plena le señalé un cigarro. Se encogió de hombros y yo me lo fumé mirando por la ventanilla. Qué horrorosas son las afueras de Pekín. Entre el aeropuerto y la ciudad -un páramo donde vive mucha gente- todo es gris y polvoriento y dice a gritos: "¡Vete!, ¡Vete!".

La entrada no adelanta el milagro que es la muralla en pie

Vi a un hombre sentado en una silla en el medio metro de arcén con césped, seco y gris, que separa la autovía de la nada. Estaba cubierto por una sábana hasta el cuello, como un fantasma indeciso, y otro le cortaba el pelo muy concentrado. Los coches pasando levantaban los bajos de la sábana una y otra vez. Pensé: "Huy, no, no. Yo me quedo".

Fue la expectación, está claro, la que hizo de esa llegada algo hermoso y la capacidad gelatinosa de la nostalgia la que lo ha traído, intacto en su almíbar, hasta aquí. En realidad, la entrada en Pekín es horrible. Todas las de las ciudades que he acabado por querer lo son.

A Madrid llegaba año tras año en el Alsa. Entonces se podía fumar en todas partes y, cuando las puertas del bus se abrían aquello era como descorchar champán: un sonido de pop seguido de una humareda. El desembarco se producía en una estación de Fellini, un catálogo de anatomías rarísimas, plantas con apariencia carnívora si es que el plástico pudiera morder y luz amarilla que te pintaba ojeras para que te camuflaras con el personal. En el baño, en puertas que parecían mordisqueadas, lucían las pintadas más desoladoras: "Pepe, ¿te volveré a ver?". Era tal el aturdimiento que me lanzaba a un taxi aunque la cartera me pidiera metro, había que salir de ahí cuanto antes.

La cosa nunca mejoraba. El destino me reservaba vehículos llenos de humo, otra vez, o taxistas despotricadores contra los "maricones de mierda" (sic) que le discutían su derecho constitucional a ver los toros en Las Ventas. Una vez me subí a uno despejado y con ambientador de pino que me preguntó si había recibido La Llamada y se entregó al proselitismo en cada semáforo. Al final no era hasta que pisaba la acera frente a mi portal que se me actualizaba el cariño por una ciudad de luz asombrosa, la que tiene las mejores primaveras. No es un piropo baladí viniendo de una alérgica.

A Lugo, pese a los esfuerzos de los últimos años por llenar de flores las rotondas, le pasa lo mismo. No hay forma de entrar en ella sin querer salir. Desde luego, la Avenida da Coruña no te adelanta el milagro que es la muralla en pie. En invierno, con sus farolas a medio gas y los carteles de clubes de alterne, es más bien una amenaza: "Cuidadito con entrar". En el páramo del atardecer, esperas ver matorrales del Lejano Oeste rodando de acera a acera, de la misma forma que en la estación de tren te parece escuchar un acordeón porque no hay música más triste. Cuando sales a la marquesina, te percatas de que, si en realidad no suena, quizás es porque el músico se acabó colando por las grietas de la calzada.

Mil veces he llegado de cubrir cualquier noticia por la provincia adelante y he pensado: "¿Y si siguiera? ¿Y si cruzara la ciudad entera y saliera por el otro lado y continuara sin mirar atrás, como Thelma y Louise, pero sin morir al final?" Después me quedo. Su envoltorio no es como para recibir el trato de los regalos que ilusionan, cuando alisas el papel pasándole la mano por encima y lo guardas doblado en un cajón para que amarillee en paz, pero me acabo rindiendo a su alcachofismo: algo bueno tiene dentro. Veo el magnolio próximo al periódico tal y como está ahora mismo, explotando, y pienso que, por increíble que parezca, Lugo también resulta ser ambiciosa: se comporta como un secreto.

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