Blog | El portalón

Aburguesarse

Ilustración de una cocina. EP

ME HE MUDADO y emprendido una nueva vida, que es exactamente la misma pero con un barniz ligerísimo de novedad y aburguesamiento. Justo lo que necesita una mujer occidental, blanca, privilegiada y de mediana edad: aburguesarse más. Pero es que es inevitable, ahora tengo una campana extractora con mando a distancia. Ni la persona que me la vendió fue capaz de imaginarse su uso, de evocar una circunstancia de la vida en la que resultara de utilidad apagar de forma remota un electrodoméstico cuya función es impedir que tu cocina huela a sardinas. Lo intentó. "Puede que estés ya sentada a la mesa, la tengas que dejar un rato más encendida para asegurarte y te dé pereza levantarte a apagarla", me dijo haciendo un esfuerzo imaginativo de primer nivel. "Puede", le concedí, pero solo porque aprecio una buena historia, no porque jamás vaya a poner la pila al mando. A tanto no llego.

Las dos sabíamos perfectamente que ese elemento solo tiene sentido en una cocina de esas abiertas, con campana (mejor campanaza) sobre una isla (mejor archipiélago), puerta-ventana al jardín, mesa (de tres metros) en el porche, mantel de lino blanco impoluto, propietaria también de lino blanco (venga, por qué no, a lo loco con el lino que todavía es agosto) y bastante más aburguesada que yo. Aburguesada y sin vergüenza capitalista. Aburguesada y quizás fotografiada en el Hola, con un pie de foto tipo "A Juanita Pepita le gusta recibir en su casa de la costa de Amalfi/Provenza/ interior de Menorca". Y ni aún así. ¿Qué haría un mando a distancia en esa mesa?

El mío está en un cajón sin más uso que el de provocar evocadoras charlas con amigas. Una me plantea que lo pueden usar los bomberos para poner fin al suceso más básico de todos, la madre de todos los sucesos: el incendio de campana. Podrían apagarla desde la calle, al otro lado de la ventana, subidos a una escalera. Yo le subo la apuesta. Creo que incluso podrían caminar por el barrio pulsando el botón a lo loco, como el que busca el coche en el parking a golpe de mando.

Otra, que cambió su cocina hace poco, me dice que tiene ahora una nevera inteligente que "avisa cuando está mal". Todavía no ha estado mal, pero si le acercas el móvil hace un ruidito confirmando que está bien. Es un alivio, supongo.

Y después pasa lo de siempre, que leo algo que me pone en orden todas esas ideas flotando en la cabeza, maraña enredada, cajón de calcetines desparejados para los que solo encuentro su igual cuando leo a los demás. En este caso a Julia Bell en Atención radical, un breve ensayo sobre el fraccionamiento de la atención y la insidiosa manera en la que las empresas de internet nos estropean la concentración para convertirnos en adictos. En él cuenta el caso de una adolescente que, distraída por el móvil, prende fuego a la cocina de sus padres. No dice cómo se inicia pero tú sabes y yo sé, y cualquiera que alguna vez haya leído los breves de una página de sucesos sabe, que fue en la combinación sartén-campana extractora. A consecuencia de eso, su madre le confisca el móvil y ella, incapaz de no comunicarse, tuitea desde su nevera inteligente. "No sé si el tuit se va a publicar, estoy hablando con mi nevera".

Veo aquí, muy en el fondo, fondísimo, una moraleja, una advertencia en negro sobre blanco, saltando desde la página: ponle la pila al mando, no lo desestimes, tira de él, que tú no vas a poder comunicarte desde tu nevera, que la tuya no es inteligente, es tonta perdida. O sea, ríndete al aburguesamiento, ya que estás.

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