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Tragedia en el España-Malta

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Les pongo al día, si es que les interesa, para que entiendan lo que viene a continuación. Hará cosa de dos meses entré en una biblioteca y salí con un libro prestado. Ya sé que no es nada extraordinario, pero lo cierto es que llevaba mucho tiempo sin hacerlo. El ejemplar estaba en las últimas y tuve que tratarlo con mucho cuidado, tanto que acabé por cogerle el cariño que se le tiene al débil que tiempo atrás despertaba admiración. Me dolía pensar en la fecha que tenía que devolverlo, pero justo cuando ésta llegó, el mundo entero se detuvo por culpa de una pandemia. Así que aquí estoy, viviendo esta extraña época con el libro en la mochila. Mi libro. 

Había dejado un capítulo para leer el último día y entregar así el cadáver aún caliente, pero justo en esa hoja del calendario anunciaron el cierre de las bibliotecas. Recuerden que fue de lo primero en caer, como si se tratase de un presagio del tiempo de sinrazón que se avecinaba. Así que el libro sigue vivo, esperando por la estocada. Pero no tengo prisa. Desde que empezó el confinamiento no lo he tocado. Ni lo he mirado. Este paréntesis no cuenta. Nuestra relación forma parte del mundo real y terminará cuando Bogart y Bergman se reencuentren en París.

Lo curioso es que mientras tanto soy incapaz de serle infiel. Entre el teletrabajo y los dinosaurios del niño que se ha hecho con el control de la casa (de esto les hablé hace poco) no encuentro el momento de echarle el guante a otro libro. Bien es cierto que me he mudado a esta casa hace poco y no hay mucho donde escoger. Pero no sé, es como si existiese un compromiso. En el ordenador, en la tablet y el móvil sí, ahí sí me puedo empachar de letras, pero en papel no. Siento que hay una alarma a punto de sonar solo de pensarlo.

Les cuento una historia. Sucedió mientras veía el España-Malta, uno de esos partidos históricos que estos días emiten para entretener al pueblo y recordarnos, a algunos, que nos estamos haciendo mayores. Santillana y compañía superpoblaban el área maltesa en la televisión mientras al lado, en una repisa, descansaban tres o cuatro libros, un folio garabateado (tratado con los honores de un Velázquez), una pila de cuentos y una pieza de la aspiradora que lleva ahí tanto tiempo que nadie se atreve a sacar por miedo a que se derrumbe el edificio. Pues les juro que de repente, creo que entre el noveno y el décimo gol, uno de los libros se lanzó al vacío. 

Aunque miraba para el fútbol, la caída entró dentro de mi campo de visión. Pude ver cómo se dejaba caer con total tranquilidad, como a cámara lenta. Apenas hizo ruido al chocar con el suelo y nadie vino a preguntar qué había pasado. Sin pensar, lo cogí y lo devolví a su sitio, pero le coloqué otro por delante para evitar que se repitiera la escena. Vaya tontería. Ya estaba muerto.

A la selección le quedaba un gol para ganar lo que, hasta el gol de Iniesta, fue el Mundial de España, pero a mí no se me iba de la cabeza lo que acababa de ver. ¿Por qué se había tirado? Tal vez por descubrir que su dueño prefería ver un partido de cuando al fútbol se jugaba con pantalones apretados antes que pasar un rato con él. A lo mejor creyó que de verdad me importaba ese encuentro en el que había en juego un billete para la Eurocopa del París de Bogart y Bergman.

Casi mejor que se haya ido pensando eso y no sabiendo la verdad, una verdad que espera su momento escondida en una mochila.

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