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La puerta de la nevera

La nevera de casa tiene cada vez menos dibujos pegados. Hasta se le ve la marca. Se caen porque los celos pierden su mágica propiedad o porque alguien tropieza con ellos y ya no regresan al lugar en el que lucieron para orgullo del autor, al punto desde el que fueron testigos del paso del tiempo. Miro hacia allí, veo los huecos y me cuesta recordar qué había antes; dónde estaba el garabato que luchaba por ser un nombre escrito en mayúsculas, la colorida casa de ventanas gigantes con nubes sobre el tejado y un sol muy ‘amallillo’. Ahora luce en medio y medio de la puerta un horario de clases hecho a ordenador, como si las responsabilidades se hubiesen hecho con el sitio de la diversión. Hay otro de las actividades extraescolares, más artesanal, y poco más. De vez en cuando aparece por casa un nuevo dibujo, mucho mejor que los que había expuestos, pero después de deambular por las habitaciones termina por desaparecer. Siempre hay alguien que dice que habría que guardarlo o colgarlo, pero finalmente se esfuma, como el tiempo que pasamos rodeados de obras de arte. Y entonces llega un día en que miramos hacia la nevera y la vemos vacía, descubrimos de qué marca es y todo nos parece demasiado frío.

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